miércoles, 2 de septiembre de 2009

Ser Monja por Madre Mercedes

SER MONJA por Madre Mercedes de Jesús.


La Orden de la Inmaculada Concepción a la cual pertenece este Monasterio de Alcázar de San Juan, España, fue fundada por Santa Beatriz de Silva en Toledo, España, el año 1484 y aprobada cinco años más tarde por el Papa Inocencio VIII.
Santa Beatriz de Silva, había nacido en Portugal hacia el año 1426 – 1428 y vino a Castilla siendo casi niña, acompañando a su prima la princesa Isabel de Portugal, cuando ésta se desposó con el Rey don Juan II de Castilla.
Santa Beatriz pasaba por ser una de las mujeres más hermosas de España, por lo que la princesa Isabel tuvo celos de ella, e intentó quitarle la vida encerrándola en una angosta prisión.
Allí se le apareció la Santísima Virgen y le ordenó que fundase una Orden en honor de su Inmaculada Concepción. Lo que llevó a efecto en Toledo, dando a su Orden la forma de vida del Monacato con cuyas Monjas había vivido largos años.
La Orden, por tanto, centra su espiritualidad en el soberano misterio de la santidad original de la Virgen, teniendo por fin la imitación, veneración y amor de la Inmaculada, libre, en su Concepción santísima del pecado original.
María, en este misterio de su santidad original, se le presenta a la Concepcionista como un elevado monte de santidad, el cual se siente impulsada escalar de mano de la misma Inmaculada Madre.
En María, Monte santo de Dios, brilla en toda su grandeza y esplendor el proyecto creador de Dios sobre el hombre.
Conseguir la liberación del pecado, y la no violencia, es, el impulso tendente de la Monja Concepcionista hacia la santidad. Por eso, a ella, todo el Monasterio le habla de paraíso, de paz, de armonía, de orden, de amor, de vida. Todo le evoca el proyecto creador del Padre, le recuerda la creación llena de vida, de bondad y de amor, a la que ha de tratar hacer retornar, retornando ella al amor y conocimiento de su Creador.
Por eso, la Monja Concepcionista es la insaciable buscadora de Dios, de su huella divina y de su Ser pacificante en la creación. Buscando, amando a Dios en todo, se encuentra sumergida en la fuerza transformante que creó buenas todas las cosas.

Por eso, el claustro, la Monja, son sinónimos de búsqueda de Dios, de ansia de lo eterno, que tan líricamente canta la Biblia: ¡Oh Dios, tú eres mi Dios, mi alma está sedienta de ti, como tierra reseca, agostada, sin agua! – Como la cierva anhela las corrientes de agua, así, mi alma te busca a ti, Dios mío.
Esta sed o búsqueda de Dios que caracteriza la vocación monástica, encuentra en la clausura su realización plena. Porque la clausura es el vehículo viviente, el recinto concreto, el ámbito propio de una realidad que no se ve, pero que se vive... ¡Dios, lo eterno... donde se realiza la consagración a lo definitivo, al Amor eterno de Dios! Porque la clausura facilita el ámbito propio para el “encuentro” con ese Dios amado, deseado y buscado.
Por ello, entre las exigencias que gozosamente hace abrazar a la Monja su “deseo de Dios”, está, el libre encerramiento dentro de los muros del Monasterio que le propicia la abstracción de lo transitorio.
Y por esto, la Monja, no mira las leyes sobre la clausura, como normas impuestas desde el exterior, sino como normas que promocionan su interior, porque promocionan su búsqueda de Dios.

Por ello también, no sólo en la paz y el silencio de los claustros y Monasterio busca la Concepcionista su encuentro con Dios, sino en la soledad de las ermitas del mismo Monasterio, donde puede, con plena facilidad cerrar aún más el cerco que la integra en Dios, en su paz, en su amor, estrechando así sus vínculos de amor y unión con él. Y recordando, asimismo, el precio redentor de su liberación del pecado, tomando conciencia de que restaurará en la propia vida la santidad original, cuanto más se esfuerce por dejarse penetrar por la redención de Cristo, o penetre en ella, viviéndola. Por ello se asocia, en toda su tarea del día, a María Inmaculada, en su actitud de entrega: He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra.

Y en este silencio de la Palabra creadora del Padre, pura y fecunda como el agua cristalina, comienza la tarea de la Concepcionista. Comienza en silencio, como cuando fuimos creados, en el silencio divino o reposo de las cosas.
Silencio fecundo, donde Dios hace entender a la Monja, que Él está donde antes ella no le encontraba, en las cosas. Sí. Estaba en ellas. Sólo que el ruido no dejaba percibirle, porque es necesario el silencio para encontrarle.
Día tras día la Concepcionista ha ido entendiendo que el silencio está lleno de Dios, y por ello ha ido percibiendo cómo Dios camina con ella a su lado, dándole paz, serenidad, felicidad.
En el silencio, en la paz, la Monja ha comenzado a aprender a atravesar la barrera de las cosas, de lo pasajero, de lo inestable. Para fijar su morada en la estabilidad, en Dios.

De madrugada... algo importante reclama a la Monja.
¡Qué hermosos son los pies de la Monja que se apresura a ir a la oración!, decimos parafraseando a Isaías, a fin de impulsar la evangelización de los que trabajan en la viña del Señor, para que su trabajo no sea en vano. Pues es Dios quien da el incremento a la tarea apostólica del evangelizador.
La oración es la fuerza de la evangelización. Aquí radica la misteriosa fecundidad de la vida contemplativa. Desde esta oración nocturna, que es considerada la más ascética, es, desde donde la Monja es conducida hacia la vida mística, hacia el nivel existencial de un contacto con Dios que está más allá de nuestra imaginación y de nuestros conceptos. Un contacto que no puede comprenderse más que por los que lo experimentan.
Mientras que el hombre duerme, el amor y la oración de la Monja, vela por ellos, rodeando todo el orbe de la tierra.
Oración: momento de intimidad con el Dios amado, en el que la Monja se estrecha con el que la “eligió” y bebe su amor y su celo redentor, que sostiene su vida en bien de la Iglesia.

Son siete la oración de alabanza que ofrece la Monja al Padre a lo largo del día y de la noche, unida a Cristo que ora y alaba al Padre, por su Iglesia.
Nada más dichoso es para la Monja que imitar en la tierra los coros angélicos del cielo y cantar junto con ellos himnos al Creador de todas las cosas y al Redentor del universo.

La Eucaristía, ante todo, y la alabanza divina, es el misterio y la obra transformadora del ser de la Concepcionista, de su edificación. Por ello trata de celebrarla unida a los sentimientos, al espíritu, y al amor de su Madre Inmaculada, pidiéndole que su alma santísima esté en ella durante su celebración.
Así ofrece la Concepcionista la alabanza divina a la adorable Trinidad, que preside su celebración y que la recibe, así como la oración de la Comunidad.
La Monja sabe que por esto ha de poner mucha atención en la divina alabanza, y porque ora Cristo en ella. Y sabe que Cristo quiere orar al Padre desde su corazón, con toda la fuerza de su amor infinito de Hijo.

El estudio de la divina Palabra, lectio divina, y de otros temas, ayudan a configurar la personalidad espiritual de la Monja Concepcionista, y su formación cultural y literaria, necesaria, para dar razón de su esperanza a quien se la pidiere, y prestar, a la sociedad actual, el servicio adecuado a nuestro carácter contemplativo.

El trabajo, el arte, reclama la atención y las actitudes de la Monja, obediente al proyecto creador del Padre. La Concepcionista sabe, que su trabajo entra en la gran liturgia del cosmos, y se convierte en oración ofrecida al Padre por Cristo, Señor de la historia.
Por ello, la Monja, no hace su trabajo, aunque sea intenso, sin el aspecto contemplativo. Acción y contemplación se unen en ella, complementando su tarea, que ofrece, como un canto, al Creador de todas las maravillas del universo.
La Monja concepcionista sabe que ha de ser responsable del trabajo que la obediencia le encomienda, y ha de llevarlo a buen fin. Sabe, que trabaja no sólo para frenar el cuerpo y para solventar las propias necesidades de la Comunidad y su abastecimiento, sino también para el prójimo, siguiendo las palabras del apóstol san Pablo que dispone: “afánese trabajando con sus manos en algo provechoso, para poder dar al que tiene necesidad”.
La Monja ha de estar ocupada en trabajos bien organizados, convirtiendo el mismo trabajo en escudo espiritual contra las asechanzas del mal. Ha de servirle para su perfección espiritual. La Concepcionista sabe que todo esfuerzo y trabajo, si no está unido a la oración, es extraño, y puede convertirse en peligro para su santificación, por eso lo realiza por amor a Dios y lo santifica por el espíritu de oración. Y lo hace oración misma, como le enseña el Señor y la tradición monástica con esta enseñanza: “Santificad vuestras manos con el servicio que os fue encomendado, para ofrecer a Dios un sacrificio agradable”.
También la propia espiritualidad de la Concepcionista le descubre la razón del trabajo. Ya desde el comienzo de la creación humana, Dios asoció al hombre al trabajo. La Biblia dice: “Tomó el Señor Dios al hombre y lo puso en el jardín del Edén para que lo cultivase. Así quedó el hombre también en esto semejante a Dios, el cual, no ha interrumpido su donación y sigue trabajando en su sábado eterno.
Hoy la Monja rotura la tierra con los medios técnicos que la sociedad le ofrece más suaves, pero, ante todo, ella ve en los surcos que la máquina hace en la tierra, los nuevos caminos que ella va abriendo en su espíritu, cultivándole, ordenando las propias tendencias y pasiones hacia Dios.
De aquí también la denominación de “santa obediencia” con que se designa, en lenguaje monástico, el trabajo de la Monja.
De ello se está beneficiando no sólo la Monja, sino el trabajo mismo, pues el pensamiento que la Monja tiene en Dios, que mira su trabajo, le impulsa a trabajar con ardor, en hacer bien lo que le toca hacer, revertiendo lo que hace en su propia perfección.
Pues la Monja sabe que, por el pecado, nuestro ser, en el orden de la gracia quedó seco y árido. Y por eso se ocupa en la ascesis cristiana, para que el riego del riquísimo manantial de la gracia de Cristo que recibe en los Sacramentos, fertilice su espíritu, como fertiliza la tierra el agua de nuestros cauces.
Y, análogamente a como el agua convierte en floración los desvelos de la Monja, así suceda que su ascesis convierta en vergel espiritual o floración de santidad todos sus esfuerzos.
Así, viendo a Dios en todo, tocando a Dios en todo, como le ha hecho comprobar el don del silencio monástico, desgasta su vida la Monja Concepcionista convirtiéndola en una liturgia de amor, también en la cocina, donde se esmera en preparar sabrosos platos que sostendrán la salud y vida de sus Hermanas.

También son necesarios en la vida de la Monja momentos de recreación, que se tiene en común para la distensión de su espíritu, donde tampoco olvida a su Dios amado. Es el momento de compartir con las Hermanas su alegría... de contar las cosas familiares, de hablar de Dios.

Terminada la jornada del día, la Monja se recoge al descanso al toque de silencio mayor. Toque de silencio como una obediencia, porque el respeto debido al recogimiento de las Hermanas lo exige.

El silencio durante la jornada del día, le ha enseñado a vivir la presencia de su Redentor y el diálogo con Él. Él, Cristo la estará esperando siempre en el silencio para hacerla contemplativa, equilibrada, serena, llena de amor hacia las Hermanas y hacia la humanidad entera, sin violencia.

Todos estos bienes le traen el amor al silencio y su observancia. Silencio. Momentos de introversión para vivir la otra capacidad que tenemos los humanos, la del mundo interior, más rico que el exterior, la del mundo de la gracia y de los valores del espíritu, que dialoga con Dios y hace vivir a Dios.

Así es la vida de la Monja Concepcionista que encuentra su razón de ser en la contemplación e imitación de su Madre Inmaculada, figura esplendorosa de lo que ella anhela y espera ser. Causa de su alegría, de su amor y de su más noble ilusión.

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