miércoles, 17 de marzo de 2010

San José, esposo de la Virgen Maria y patrón de la OIC



Las fuentes biográficas que se refieren a san José son, exclusivamente, los pocos pasajes de los Evangelios de Mateo y de Lucas. Los evangelios apócrifos no nos sirven, porque no son sino leyendas. “José, hijo de David”, así lo llama el ángel. El hecho sobresaliente de la vida de este hombre “justo” es el matrimonio con María. La tradición popular imagina a san José en competencia con otros jóvenes aspirantes a la mano de María. La elección cayó sobre él porque, siempre según la tradición, el bastón que tenía floreció prodigiosamente, mientras el de los otros quedó seco. La simpática leyenda tiene un significado místico: del tronco ya seco del Antiguo Testamento refloreció la gracia ante el nuevo sol de la redención. El matrimonio de José con María fue un verdadero matrimonio, aunque virginal. Poco después del compromiso, José se percató de la maternidad de María y, aunque no dudaba de su integridad, pensó “repudiarla en secreto”. Siendo “hombre justo”, añade el Evangelio -el adjetivo usado en esta dramática situación es como el relámpago deslumbrador que ilumina toda la figura del santo-, no quiso admitir sospechas, pero tampoco avalar con su presencia un hecho inexplicable. La palabra del ángel aclara el angustioso dilema. Así él “tomó consigo a su esposa” y con ella fue a Belén para el censo, y allí el Verbo eterno apareció en este mundo, acogido por el homenaje de los humildes pastores y de los sabios y ricos magos; pero también por la hostilidad de Herodes, que obligó a la Sagrada Familia a huir a Egipto. Después regresaron a la tranquilidad de Nazaret, hasta los doce años, cuando hubo el paréntesis de la pérdida y hallazgo de Jesús en el templo. Después de este episodio, el Evangelio parece despedirse de José con una sugestiva imagen de la Sagrada Familia: Jesús obedecía a María y a José y crecía bajo su mirada “en sabiduría, en estatura y en gracia”. San José vivió en humildad el extraordinario privilegio de ser el padre de Jesús, y probablemente murió antes del comienzo de la vida pública del Redentor. Su imagen permaneció en la sombra aun después de la muerte. Su culto, en efecto, comenzó sólo durante el siglo IX. En 1621 Gregorio V declaró el 19 de marzo fiesta de precepto (celebración que se mantuvo hasta la reforma litúrgica del Vaticano II) y Pío IX proclamó a san José Patrono de la Iglesia universal. El último homenaje se lo tributó Juan XXIII, que introdujo su nombre en el canon de la misa. Muchas son las enseñanzas de S. José que quedan por decir. Pero no podemos hablar de él sin encomendarle las vocaciones al sacerdocio y a la orden de la Inmaculada

viernes, 12 de marzo de 2010

Cruz


"No me mueve mi Dios para quererte
el cielo que me tienes prometido.
Ni me mueve el infierno tan temido
para dejar por eso de ofenderte.
Tú mueves, Señor, muéveme
el verte clavado en una cruz y escarnecido.
Muéveme ver tu cuerpo tan herido.
Muévenme tus afrentas y tu muerte.
Muéveme, en fin, tu amor, y en tal manera,
que aunque no hubiera cielo yo te amará
y aunque no hubiera infierno te temiera.
No me tienes que dar porque te espere,
porque aunque lo que espero no esperara,
lo mismo que te quiero, te quisiera".

(Anónimo del siglo XVI)

martes, 2 de marzo de 2010

Cuaresma, pensamientos madre Mercedes




Por esto, hermanas, porque nuestra vocación es el «amor perfecto», es ser imagen de Dios; y porque ahora le conocemos, y sabemos que Dios es amor (1 Jn 4,7-8), ¡desechemos el temor y la indiferencia hacia Dios que nos inocula el pecado y que, como sucedió a Adán, debilita el amor que le debemos y el deseo de santidad que él metió en nuestra alma con el «beso de su boca» al crearnos! Desechémoslo, no seamos pusilánimes, porque Dios es más grande que nuestros pecados, y sigue amándonos a pesar de ellos con ese amor suyo tan eterno, tan sincero, tan entrañable y benigno como nos lo reveló su «boca» divina en el Evangelio (Lc 15,11-32). Arrojemos de nosotras, con el recuerdo de la ternura del Padre, la carga negativa que nos infunde el pecado, y corramos valientemente hacia la consecución del «amor perfecto » de la santidad. Para ello, hermanas queridas, cuando pequemos, corramos, con gozo, a recibir la gracia del perdón y el abrazo de amor del Padre en el Sacramento de la Reconciliación.