sábado, 24 de diciembre de 2011

miércoles, 21 de diciembre de 2011

Tiempo de Navidad

REFLEXIÓN SOBRE LA NATIVIDAD DEL SEÑOR
POR LA SIERVA DE DIOS MADRE MERCEDES DE JESÚS.

Vamos a recoger del Anuncio del Nacimiento de Jesús el ejemplo sobrecogedor de la humillación que envolvió su descenso amoroso a nuestra tierra. Nos dará luz sobre ello la tercera antífona de las Vísperas que cantaremos esta tarde. Dice así: “El que era la Palabra sustancial del Padre, engendrado antes del tiempo, hoy se ha despojado de su rango haciéndose carne por nosotros”.

Para penetrar un poco en este impresionante misterio del anonadamiento de Cristo y en la profundidad de su humillación, vamos a reflexionar primero sus grandezas divinas, para que por aquí entendamos algo, quién se humilla, por quién se humilla y para qué se humilla. A ver si esta consideración enciende luz propia en nuestro corazón que disipe las tinieblas que el pecado dejó en él, y nos haga ver  la hermosura de la senda abierta por esta humillación  de Cristo, Verbo de la Vida, para que la recorramos.

Primero. Veamos quién se humilla. Este Verbo de la Vida (Jn 1, 4) que en el seno de Dios “recibe la gloria del Padre como Hijo único lleno de gracia y de verdad” (Jn 1, 17b) es el que desciende, deja toda su grandeza, “se hizo carne y puso su morada entre nosotros” (Jn 1, 14a) y San Pablo aclara, “el cual, siendo de condición divina no retuvo ávidamente el ser igual a Dios. Sino que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre, y se humilló a sí mismo” (Flp 2, 6 – 8). Éste es el que se humilla. Segundo. Por quién se humilla así. “Por nosotros, los hombres, y por nuestra salvación” nos dice la Iglesia también en el Credo. Porque habiéndonos creado a su imagen y semejanza (Gn 1, 26) para ser conformes a la imagen de su Hijo (Rm 8, 29), y habiéndonos elegido de antemano para ser sus hijos (Ef 1, 5) le volvimos la espalda, pecamos contra Él y nos desvinculamos de Él por el pecado original. Y llegamos, por fin, al último punto, que es, para qué se humilla. El Padre y Jesús han sentido latir en su misma vida divina la nuestra pecadora, y han llevado a cabo el sobrecogedor misterio de la humillación y encarnación del Verbo, porque quieren volver a sentir latir nuestra vida en la suya, pero ya santificada, vuelta a la santidad de su origen. Y esto quiere decir, hermanas queridas, que el despojo de Cristo, su humillación es nuestro despojo y nuestra humillación. Nos pertenece. Somos nosotras las que debemos asumir el despojo y la humillación, no Él que es santo. Si lo hace Él es, por lo que hemos dicho antes, porque siente  latir nuestro pecado en su corazón, pero es a nosotras a quien nos pertenece humillarnos, despojarnos.

Pensemos que Él, Jesús, desde su Nacimiento hasta su muerte está ocupando el puesto que nos pertenece. La pobreza de Belén es nuestro sitio. Los trabajos y fatigas de la huida a Egipto es nuestro puesto. El silencio, la humillación de una vida gastada en ocupaciones sin relieve, sin honra, sin brillo, es nuestro sitio. Todas las incomprensiones, las privaciones, los dolores, sudores, angustias, agonía y muerte es nuestro sitio, el que nos pertenece por nuestro pecado. Jesús lo sufrió todo siendo santo. ¿Veis cómo es nuestra vida pecadora la que Jesús, amorosamente, ha dejado latir en la suya divina para redimirla? Y si Él, siendo santo ha sufrido tanto, se ha despojado de tanto y ha renunciado y soportado tanto, ¿qué tendremos que hacer nosotras que somos las pecadoras? Para esto, hermanas mías, para esto se ha humillado Jesús. Para que hagamos como Él ha hecho. Para que nos humillemos como Él. Para que nos despojemos como Él. Porque “os he dado ejemplo, para que también vosotros hagáis como yo he hecho con vosotros” (Jn 13, 15). Nuestro sendero es Cristo, porque nuestra vida es Él “que se ha despojado de surango haciéndose carne por nosotros”. Amén.

viernes, 9 de diciembre de 2011

Palabras de SS Benedicto XVI en la ofrenda floral a la Inmaculada




¡Queridos hermanos y hermanas!
La gran fiesta de María Inmaculada nos invita cada años a reencontrarnos aquí, en una de las plazas más bellas de Roma, para rendir homenaje a Ella, a la Madre de Cristo y Madre nuestra. Con afecto, saludo a todos vosotros aquí presentes como también a cuántos están unidos a nosotros mediante la radio y la televisión. Y os agradezco vuestra coral participación en este acto mío de oración.
En la cima de la columna en torno a la cual estamos, María está representada por una imagen que en parte recuerda el pasaje del Apocalipsis apenas proclamado: "Apareció en el cielo una señal grande: una mujer vestida del sol, con la luna bajo sus pies y, sobre la cabeza, una corona de doce estrellas" (Ap 12,1). ¿Cuál es el significado de esta imagen? Representa al mismo tiempo a Nuestra Señora y a la Iglesia.

Sobre todo, la “mujer” del Apocalipsis es María misma. Aparece "vestida de sol", es decir vestida de Dios: la Virgen María en efecto está toda rodeada de la luz de Dios y vive en Dios. Este símbolo del vestido luminoso expresa claramente una condición relativa a todo el ser de María: Ella es la "llena de gracia", colmada del amor de Dios. Y "Dio es luz", dice aún san Juan (I Juan,1,5). He aquí entonces que la "llena de gracia", la “Inmaculada” refleja con toda su persona la luz del "sol" que es Dios.
Esta mujer tiene bajo sus pies la luna, símbolo de la muerte y de la mortalidad. María, de hecho, está plenamente asociada a la victoria de Jesucristo, su Hijo, sobre el pecado y la muerte; está libre de toda sombra de muerte y totalmente repleta de vida. Como la muerte no tiene ningún poder sobre Jesús resucitado (cfr Rm 6,9), así, por una gracia y un privilegio singular de Dios Omnipotente, María la ha dejado tras de sí, la ha superado. Y esto se manifiesta en los dos grandes misterios de su existencia: al inicio, el haber sido concebida sin pecado original, que es el misterio que celebramos hoy; y, al final, el haber sido asunta en alma y cuerpo al Cielo, a la gloria de Dios. Pero también toda su vida terrena fue una victoria sobre la muerte, porque fue gastada enteramente en el servicio de Dios, en la oblación plena de sí a Él y al prójimo. Por esto María es en sí misma un himno a la vida: es la criatura en la cual se ha realizado ya la palabra de Cristo: "He venido para que tengan vida, y la tengan en abundancia" (Juan 10,10).
En la visión del Apocalipsis, hay otro detalle: sobre la cabeza de la mujer vestida de sol hay "una corona de doce estrellas". Este signo simboliza a las doce tribus de Israel y significa que la Virgen María está en el centro del Pueblo de Dios, de toda la comunión de los santos. Y así esta imagen de la corona de doce estrellas nos introduce en la segunda gran interpretación del signo celeste de la "mujer vestida de sol": además de representar a Nuestra Señora, este signo simboliza a la Iglesia, la comunidad cristiana de todos los tiempos. Está encinta, en el sentido de que lleva en su seno a Cristo y lo debe alumbrar para el mundo: he aquí la fatiga de la Iglesia peregrina en la tierra que, en medio de los consuelos de Dios y las persecuciones del mundo, debe llevar a Jesús a los hombres.
Y justo por esto, porque lleva a Jesús, la Iglesia encuentra la oposición de un feroz adversario, representado en la visión apocalíptica de "un enorme dragón rojo" (Ap 12,3). Este dragón trató en vano de devorar a Jesús –el “hijo varón, destinado a gobernar a todas las naciones" (12,5)–, en vano, porque Jesús, a través de su muerte y resurrección, subió hasta Dios y se sentó en su trono. Por esto, el dragón, vencido de una vez por todas en el cielo, dirige sus ataques contra la mujer –la Iglesia- en el desierto del mundo. Pero en cada época la Iglesia es sostenida por la luz y la fuerza de Dios, que la nutre en el desierto con el pan de su Palabra y de la santa Eucaristía. Y así, en toda tribulación, a través de todas las pruebas que encuentra en el curso de los tiempos y en las diversas partes del mundo, la Iglesia sufre persecución pero resulta vencedora. Y justo de este modo la Comunidad cristiana es la presencia, la garantía del amor de Dios contra todas las ideologías del odio y del egoísmo. La única insidia de la que la Iglesia puede y debe tener temor es el pecado de sus miembros. Mientras María es Inmaculada, libre de toda mancha de pecado, la Iglesia es santa, pero al mismo tiempo, marcada por nuestros pecados. Por esto, el Pueblo de Dios, peregrino en el tiempo, se dirige a su Madre celeste y solicita su ayuda; lo pide para que Ella acompañe el camino de fe, para que anime el compromiso de vida cristiana y para que sostenga la Esperanza. Lo necesitamos, sobre todo en este momento tan difícil para Italia, para Europa, para diversas partes del mundo. Que María nos ayude a ver que hay una luz más allá de la manta de niebla que parece envolver la realidad. Por esto también nosotros, especialmente en esta fecha, no cesamos de pedir con confianza filial su ayuda: "Oh María, sin pecado concebida, ruega por nosotros que recurrimos a ti”. Ora pro nobis, intercede pro nobis ad Dominum Iesum Christum!

Fuente: zenit.org

martes, 6 de diciembre de 2011

Día 8: María Inmaculada




María Inmaculada a quien fielmente siguió Santa Beatriz de Silva y cuyo amor siguen extendiendo por el mundo sus hijas las Monjas Concepcionistas

(Del oficio de la Inmaculada)

Himno.

De Adán el primer pecado
no vino en vos a caer;
que quiso preservaros
limpia como para él.

De vos el Verbo encarnado
recibió el humano ser,
y quiere toda pureza
quien todo puro es también.

Si es Dios autor de las leyes
que rigen la humana grey,
para engendrar a su Madre
¿no pudo cambiar la ley?

Decir que pudo y no quiso
parece cosa cruel,
y, si es todopoderoso,
¿con vos no lo habrá de ser?

Que honrar al hijo en la madre
derecho de todos es,
y ese derecho tan justo,
¿Dios no lo debe tener?

Porque es justo, porque os ama,
porque vais su madre a ser,
os hizo Dios tan purísima
como Dios merece y es. Amén.




Solemnidad de la Inmaculda Concepción

La Inmaculada Concepción de María es patrona de España, del arma de infantería y varios cuerpos castrenses

El próximo día 8 de este mes de diciembre, la Iglesia Católica celebra solemnemente la fiesta de la Concepción Inmaculada de María, misterio históricamente defendido por nuestras antiguas universidades, por nuestros teólogos y santos, hermosamente representado por nuestros pintores y escultores, bellamente expresado por nuestros poetas y literatos y proclamada María Inmaculada por el Estado español como Patrona de España, del Arma de Infantería y de varios Cuerpos, tales como, Estado Mayor, Cuerpo Eclesiástico y Cuerpo Jurídico del Ejército.
El 8 de diciembre de 1854 el papa Pio IX manifestaba solemnemente en la basílica vaticana de San Pedro de Roma mediante la bula Ineffabilis Deus: “Declaramos y definimos que es doctrina revelada por Dios, la que sostiene que la Beatísima Virgen María en el primer instante de su Concepción, por singular gracia y privilegio de Dios Omnipotente y en previsión de los méritos de Jesucristo, fue preservada e inmune de todo pecado original”.
Tres años después, el 8 de diciembre en 1857, dicho Papa visitaba la embajada de España, en Roma, y pronunciaba el siguiente discurso: “Señor embajador, vengo con íntima satisfacción a visitar esta embajada española, y a bendecir el monumento de la Virgen Inmaculada en esta plaza de España, y declaro que vuestra gloriosa nación tiene hoy muy merecido derecho a esta distinción, porque fue España, la nación, que por sus reyes y por sus teólogos, trabajó más que nadie para que amaneciera el día de la proclamación del dogma de la Concepción Inmaculada de María”. A continuación, bendice dicho monumento que él había ordenado levantar en la plaza de España de la ciudad de Roma para conmemorar dicha efemérides, donde María Inmaculada se eleva sobre un pedestal pura como un pensamiento de Dios, y hermosa como los ideales divinos.
La Historia de España relata que nuestros reyes, teólogos, artistas, literatos, ejércitos y pueblo creyeron, esperaron y amaron a Inmaculada Concepción de María. El rey visigodo Ervigio declara su fiesta como ley de Estado. El rey Fernando III, el Santo, llevaba pintada su imagen en su estandarte. Los reyes, Jaime I, el Conquistador, y Juan I de Aragón ordenaron celebrar su fiesta en todos sus reinos. Los Reyes Católicos enviaron nueve embajadas a Roma rogando al Papa definiese la Concepción Inmaculada de María como dogma de fe católica. El rey Felipe II mandó grabar su imagen en su escudo real.

A petición unánime de las Cortes Generales Españolas, el rey Carlos III solicita a la Santa Sede que la Inmaculada Concepción de María sea proclamada Patrona de España. El papa Clemente XIII la proclama Patrona de España mediante la bula “Quantum Ornamenti”, de fecha 25 de diciembre de 1760. Anteriormente, las viejas universidades de Salamanca, Alcalá de Henares, Granada, Zaragoza, Valladolid y Valencia, los teólogos y santos españoles defendieron y festejaron la Concepción Inmaculada de María como dogma de fe cristiana. Concretamente, el sabio y celoso gallego Rodrigo de Padrón, arzobispo de Santiago de Compostela, a principios del siglo XIV, ordenaba que el cabildo de la iglesia basílica catedral del apóstol Santiago celebre solemnemente la fiesta de la “Purísima Concepción de María” en el día 8 de diciembre, y recen la “Salve” después de las completas durante todos los días del año, a excepción de las fiestas mitradas y de los días de Semana Santa y Pascua.
La creencia y amor de los ciudadanos españoles a la Inmaculada Concepción de María está manifestada en su culto y en su gran veneración popular, que aparece bellamente expresada y representada en las ocho pinturas de Murillo, en las de Rivera, de Juan de Juanes, en tantas y tantas tallas y pinturas artísticas bellísimos que hay en catedrales, parroquias, templos, conventos, santuarios y ermitas de España, y así como en la poesía y literatura españolas de nuestros poetas y literatos, desde Gonzalo de Berceo, a Zorrilla y a Gabriel y Galán.  Por eso, el 6 de diciembre de 1983, el papa Juan Pablo II pudo exclamar en su vista a Zaragoza: “El amor Mariano ha sido en vuestra historia fermento de catolicidad; y ha impulsado a las gentes de España a una devoción firme y a la defensa intrépida de la grandeza de María, sobre todo en su Inmaculada Concepción”. Más tarde, el 10 de octubre de 1984, nos recordaba en su breve estancia, también, en Zaragoza, de paso para América: “Decir España, es decir María, porque es decir el Pilar, Covadonga, Aranzazu, Valvanera, Guadalupe, los Desamparados, Lluch, Fuentesanta, las Angustias, los Reyes, el Rocío, la Candelaria, el Pino”…; y tantas y tantas otras, como los Milagros, los Remedios, el Rosario….
Por su parte, el arma de Infantería Española junto con los Cuerpos de Estado Mayor, Jurídico y Eclesiástico consideran a la Inmaculada Concepción de María como su querida Patrona, celebrando grandemente su fiesta, el día 8 de diciembre, en recuerdo del valiosísimo auxilio que ella prestó al Tercio del maestre de campo, Francisco de Bobadilla, el 7 de diciembre de 1585, en la isla de Bombel, Países Bajos (Holanda), estando bloqueado por la escuadra enemiga del almirante Holak.  En recuerdo de hecho milagroso, el 12 de noviembre de 1892, el general Azcárraga, ministro de la Guerra, siendo doña María Cristina, regente de España, firmaba un decreto en la Gaceta de Madrid, por el que proclamaba Patrona de Infantería a la Concepción Inmaculada de María, a instancias del inspector general de Infantería, Fernando Primo de Rivera, que expresaba el sentir de dicha Arma. Posteriormente, a petición de los ministros de las Fuerzas Armadas de España, la Santa Sede concedió el patronazgo de María Inmaculada a los Cuerpos Eclesiástico, Jurídico y de Estado de Mayor del Ejército de Tierra.
Quisiera terminar con unos versos que me salen de lo íntimo de mi corazón: “Maria, Madre Inmaculada, yo que amo a mi tierrra, Galicia, en la que he nacido, te doy gracias por todo, por la sangre que llevo, por la fe cristiana que tengo, por la salud, paz y amor que me has dado, por la lengua castellana y gallega que hablo, por el sentir, querer y amar a España y por la dulce esperanza cristiana de un mañana de gloria en reino eterno de los Cielos”.

José Barros Guede
A Coruña, 5 de diciembre del 2011

Fuente: http://revistaecclesia.com/content/view/30845/1/