viernes, 20 de febrero de 2009

Nos preparamos para la cuaresma


VÍA CRUCIS CONCEPCIONISTA por Madre Mercedes

OFRECIMIENTO

¡Oh, Redentor nuestro!, aquí nos tienes rendidas ante tu amor misericordioso y redentor, dispuestas a recorrer contigo el proceso de tu vía dolorosa. Queremos meditar en tus silencios redentores para grabarlos en el corazón e imitarlos.
¡Madre dolorosa!, que tan cercana estuviste a tu Hijo en su Pasión, en su Muerte y en sus silencios, ayúdanos a guardarlos en el corazón, como Tú, para vivirlos como Tú.

PRIMERA ESTACIÓN
JESÚS CONDENADO A MUERTE POR EL HOMBRE
(Mis juicios)

V. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos
R. Que por tu santa cruz has redimido al mundo

“Y dijo Dios en el principio: <> Y se hizo la luz, el cielo, la tierra, las flores, los seres vivientes... y al hombre. Y vio Dios que todo cuanto había hecho era muy bueno y lo bendijo” (Gn 1, 31).
Habló Dios y brotó la vida, y comenzó a existir la bondad en la tierra y el bien para el hombre.
Pero el hombre prefirió seguir la voz del mal (Gn 3, 13) y consumó la desobediencia a Dios, extendiendo el mal en el mundo, el pecado (Gn 3, 6), la separación de Dios... la muerte... hasta llegar a pedirla para el Autor de su vida.
“Crucifícale, crucifícale” – gritaron -. Pilato dijo: “Pues, ¿qué mal ha hecho?”. Ellos gritaron más fuerte: “Crucifícale, crucifícale” (Mt 27, 22s).
“Con opresión y juicio fue arrebatado; de su causa, ¿quién se cuida? Pues fue cercenado de la tierra de los vivos, herido de muerte por los pecados de mi pueblo” (Is 53, 8).
Por mis pecados... existió esta condena... Esta horrenda condena deicida consumada por el hombre y asumida amorosamente por la carne redentora del Verbo de la Vida, queda convertida en salvación mía... en salvación del hombre prevaricador.
Esta sentencia a muerte me abre el camino de retorno al Padre, a su amistad y gracia. Y cierra también mi mente y mi boca a tantos juicios y condenas equivocadas.
¿Qué digo?
¿Qué hago?
Él, me había dicho... “no juzguéis”
Pero yo, juzgo...
Él, calla...
Yo aborrezco...
Él, ama...
¿Hasta cuándo, Dios mío, mantendré mi dureza ante Ti y mis juicios?
En tu silencio... en tu inocencia maltratada me muestras la injusticia que hago juzgando a mis semejantes...
¡Perdón!
¡Misericordia, Dios mío!
¡Que mi boca y mi mente no extiendan más el mal sobre la tierra con mis juicios, sino la bondad, el amor y la vida que Tú creaste, Dios mío!
¡Jesús, dame tu silencio... amoroso... Señor!

V. Señor, pequé.
R. Tened piedad y misericordia de mí.
Bendita y alabada sea la sagrada Pasión y Muerte de nuestro Señor Jesucristo y los dolores de su Santísima Madre, triste y afligida al pie de la cruz.

SEGUNDA ESTACIÓN
JESÚS CARGADO CON LA CRUZ
(Mi pereza)

V. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos
R. Que por tu santa cruz has redimido al mundo

“Tomaron, pues, a Jesús y, cargándole la cruz, salió hacia el lugar llamado Cráneo, en hebreo Gólgota” (Jn 19, 17).
La carne inocente del Cristo inmolado se hace camino de perfección para mi vida concepcionista de regreso hacia la santidad de mi origen.
De este caminar angustioso, doloroso, abrumador de Jesús, pero decidida y fielmente consumado por Él hacia su martirio, ha de arrancar, en correspondencia, mi CONVERSIÓN hacia la perfección, el vencimiento de mi pereza en los caminos del Señor.
Sus dolores, el agotamiento físico de su cuerpo deshecho de llagas, tienen que golpear y sacudir mi pereza espiritual y aun la corporal..., ¿o es que quiero hacer ineficaz esta sangre redentora, el esfuerzo que Él hizo por caminar, por adentrarse en el camino del Calvario para que a mí ahora me fuese más fácil y caminase tras de Él? ¿Es que quiero, con mi sangre fría, dejarle solo con sus dolores y anhelos redentores, por no forzar mi pereza e indolencia?
El divino Nazareno me mira cargado con su Cruz, y, desde su alma inmolada me llama para que le siga hacia la superación de mi pecado. ¿Le dejaré solo? ¿Atenderé más a mi sensualidad que a su amor?, ¿a mi cuerpo que al suyo?, ¿a mi comodidad que a su sacrificio y entrega?
¿Podré quedarme quieta, sin caminar hacia la conversión o cambio de vida con semejante Modelo delante?
¿Responderé, con mi pereza, que aún no ha hecho Él bastante, que si hubiera sufrido más por mí me sentiría más movida a seguirle? ¿Llegará hasta ahí mi tibieza y dureza de corazón?
¡Mi comportamiento lo dirá!... Si no comienzo ya a caminar hacia la más elevada perfección cerca, muy cerca de Él es, que no le quiero ni he creído en sus dolores, ni en su amor... de veras.
¡Los santos sí creyeron... y le amaron... por eso fueron santos!
¡Muéveme hacia Ti, Ayudador mío!, ¡Muéveme y que me deje llevar por Ti, tras de Ti! ¡Que te crea, Dios mío!

V. Señor, pequé.
R. Tened piedad y misericordia de mí.
Bendita y alabada sea la sagrada Pasión y Muerte de nuestro Señor Jesucristo y los dolores de su Santísima Madre, triste y afligida al pie de la cruz.

TERCERA ESTACIÓN
PRIMERA CAÍDA DE JESÚS
(Mis desalientos)

V. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos
R. Que por tu santa cruz has redimido al mundo

“Heriré al Pastor y se dispersarán las ovejas, pero yo volveré mi mano sobre las débiles” (Zc 13, 7).
También el desaliento, mis desalientos curó y fortaleció Jesús con su Pasión generosa. Sobre las piedras duras y frías del trayecto hacia la Cruz, el desfallecimiento físico de su quebrantado y bendito cuerpo, le hizo experimentar nuestra impotencia y desánimo, que Él asumía con tanto amor.
“Despreciado, desecho del hombre, varón de dolores, acostumbrado al sufrimiento, eran nuestros sufrimientos los que llevaba, nuestros quebrantos los que le pesaban” (Is 53, 3s).
Y por haberlos padecido Él, Yahvé nuestro Dios, extendió su mano, su poder, sobre nuestra debilidad para hacernos fuertes en nuestros desánimos. “Mi gracia te basta” (2 Cor 12, 9) pudo decirnos el Padre echando mano de la que nos había adquirido Cristo en estos desfallecimientos suyos superados; “porque la ley fue dada por Moisés, la gracia y la fidelidad nos vinieron por Cristo” (Jn 1, 17).
Pero es menester que no olvidemos nunca que la fidelidad y la gracia nos las alcanzó Cristo por la Cruz. Y que el camino de la Cruz es el único de retorno al Padre, a la santidad de nuestro Origen.
Jesús fue el primero que lo recorrió. Él sabe que hay desalientos porque requiere esfuerzo y conoce nuestra debilidad. Pero sabe también que nos ganó la gracia para vencerlos. Lo peor lo pasó Él. Tenemos facilitado el camino hasta el fin.
¡Oh, Señor!, te hubiera sido más fácil terminar tu vida en uno de esos desfallecimientos que te sobrevinieron camino del Calvario, pero no, tu amor profundo y generoso hacia mí, te hizo forzar tu debilidad para sufrir más y así fortalecer la mía más copiosamente y superar mis desalientos y caídas. Ya no puedo decir que no puedo levantarme de mis desánimos y caídas, porque sería negarte lo que por mí has padecido y lo que me has ganado con tu esfuerzo.
¡Gracias, Redentor mío!, que sepa agradecerte tu amor con el mío; tu esfuerzo con mi esfuerzo; tu generosidad con la mía en el camino de la perfección; tu fidelidad con mi entrega a Ti hasta la muerte! ¡Así sea, Dios mío, como Tú lo quieres...! Amén.

V. Señor, pequé.
R. Tened piedad y misericordia de mí.
Bendita y alabada sea la sagrada Pasión y Muerte de nuestro Señor Jesucristo y los dolores de su Santísima Madre, triste y afligida al pie de la cruz.

CUARTA ESTACIÓN
ENCUENTRO DE JESÚS Y SU MADRE
(Mi amor familiar)

V. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos
R. Que por tu santa cruz has redimido al mundo

El hecho de la pasión del Señor fue el acontecimiento cumbre de su vida. Toda ella estuvo profetizada siglos antes, y todo ocurrió tal como el Padre lo quiso. También la presencia y actuación de la Madre del Redentor en la Pasión de su Hijo, fue necesaria como nueva Eva, para manifestarnos el nuevo modo de existencia y de amor que tendrían los hijos de Dios nacidos de la redención del Hijo amado.
En esta estación, se nos manifiesta, en su cumbre, la transformación del amor familiar en el nuevo universal que ya Jesús había inaugurado y vivido con su Madre, y que había proclamado repetidas veces: “mi madre y mi hermano y mi hermana, son los que cumplen la voluntad de mi Padre” (Lc 8, 21), y en aquella otra en que declinó la alabanza que se le tributaba a su Madre por haberle llevado en su seno y alimentado con sus pechos diciendo: “dichosos más bien los que escuchan la Palabra de Dios y la cumplen” (Lc 11, 28). No fue desamor esto hacia su Madre, no, sino proclamación de esta nueva familia cristiana que vive de la Palabra de Dios, que existía ya entre ellos.
Ahora la tenía de nuevo a su lado compartiendo, generosa como siempre, su redención, enriqueciéndola, si vale la expresión, con esta inmolación de su amor maternal. ¿Cuánto no hubiera hecho Ella por aliviar el quebranto de su Hijo? Pero no, ella sabía que su Hijo había nacido de Ella no de la carne ni de la sangre, sino de Dios (Jn 1, 13) y que la misión de Él, era la de penetrar con su redención hasta el amor carnal y familiar, purificándolo, sublimándolo, transformándolo en familia universal de los hijos de Dios.
Ahí estaba esta hora de honda amargura suya, para ayudarnos a arrancar del estrecho cerco de la propia familia y hacernos amar la universal, la de los hijos de Dios, que busca, ante todo, su Reino y amor; que ama, se sacrifica, trabaja, vive y muere por todos los redimidos, familia de Dios. ¿Quién querrá descanso, quién no se inmola, quién no renuncia, quién no se abre a la nueva familia de Dios si nos preceden Ellos? ¿Quién no los sigue?

V. Señor, pequé.
R. Tened piedad y misericordia de mí.
Bendita y alabada sea la sagrada Pasión y Muerte de nuestro Señor Jesucristo y los dolores de su Santísima Madre, triste y afligida al pie de la cruz.


QUINTA ESTACIÓN
JESÚS AYUDADO POR EL CIRINEO
(Mi presunción)

V. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos
R. Que por tu santa cruz has redimido al mundo

Es todo un programa de perfeccionamiento del hombre la Pasión del Señor.
Podríamos decir que su Pasión fue tan cruel, porque fue el resultado de lo que le costó dejarnos vencidas todas nuestras pasiones. Ahora es la soberbia y presunción la que aniquila en nosotras con su asombrosa humildad y humillación.
Es honroso padecer por otros, llevar las cargas de los demás, redimir. Parece que nos dignifica. Pero aparecer incapacitado para ello, más, necesitado de otros para poder llegar hasta el final en la gesta que nos habíamos propuesto es humillante, decepcionante.
Jesús podía haber evitado esta humillación. Le sobraba soberanía y amor para haber fortalecido su capacidad humana y haber podido llegar Él mismo, íntegro, hasta el Calvario. Pero no, dejó que su fortaleza humana triturada por el dolor mostrase su propia debilidad y la necesidad de ayuda para poder llegar al final.
Y así lo hizo el Dios Fuerte, Guerrero, de Isaías. Quiso sentir fortalecida su debilidad por las fuerzas de un hombre...
¡Oh, abismo insondable de la humildad de Dios! ¡Su omnipotencia divina ayudada por la debilidad humana! ¡Hasta ahí quiso llegar Cristo!
Y más nos obliga a rendir nuestra autosuficiencia ante su humillación amorosa, verle llegar a este extremo de debilidad humana por exceso de quebrantos físicos y morales sufridos en profundo silencio. Pesaba sobre Él la soberbia del Paraíso, la de todo hombre... la mía... mi orgullo, mi autosuficiencia, mi deseo de estima... de quedar sobre las demás... de aparecer importante... de dominar a quien me rodea...
Sitúate, por un momento, ante este Jesús humillado, despojado hasta de la satisfacción de aparecer “suficiente” para llevar el “trofeo” de nuestra redención hasta el Calvario y, mírate a ti...
¿No es vergonzoso que quieras aparecer ser “alguien” ante los demás, si ante sus divinos ojos eres “nada”? ¿No es ridículo? ¿Con qué ojos te mirará y... se mirará frustrado en este sufrimiento suyo respecto de ti, viendo la intolerancia de tu soberbia, por curarla la cual, Él sufrió esta humillación? ¿Cómo te mirará? ¿No es vergonzoso?
¡Oh, Jesús, tan humillado por amor de mí! Convénceme de que ése es mi puesto, sólo que lo comenzaste Tú para facilitármelo a mí. Y ahí me quede quieta, saboreando la dulzura de tu amor humillado en mi carne “sometida” a los demás. Amén. Amén. Señor mío.

V. Señor, pequé.
R. Tened piedad y misericordia de mí.
Bendita y alabada sea la sagrada Pasión y Muerte de nuestro Señor Jesucristo y los dolores de su Santísima Madre, triste y afligida al pie de la cruz.
SEXTA ESTACIÓN
LA VERÓNICA LIMPIA EL ROSTRO A JESÚS
(Inercia de Dios)

V. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos
R. Que por tu santa cruz has redimido al mundo

Sangre, sudor, polvo en el rostro dulcísimo de Cristo.
“Todos nosotros, como ovejas andábamos errantes, cada cual siguiendo su propio camino y Yahvé ha hecho recaer sobre él la iniquidad de todos nosotros” (Is 53, 6).
En Jesús recogió y expió el Padre toda nuestra sensualidad y vida de sentidos, toda nuestra inercia de Dios y materialismo.
El sudor, la sangre, el polvo, la fiebre que estremecía y abrasaba su carne. Su vista, su oído, su tacto maltratados, heridos y mortificados, son el precio de nuestra sensualidad ya purificada, restaurada por el amor generoso de Dios.
“No hay parte ilesa en mi carne” (Sal 37, 4) a causa de tus pecados, puede decirnos Jesús mirándonos con sus ojos ensangrentados y arrojando sangre por boca y nariz como consecuencia de los azotes padecidos, capaces de hacer morir en el acto a la víctima que los sufría. No hay parte ilesa en mi carne, a causa de tu falta de mortificación.
Eso le ha costado al Señor expiar mi sensualidad, el regalo de mi cuerpo, mi comodidad, mi búsqueda de placer en las cosas, en la comida, en las miradas, con el oído, con el tacto, con la lengua... ¡cuánto pecado! ¡Bien ha experimentado el Señor en su carne, la hondura de mi pecado, la fuerza de mi sensualidad!
¡Oh, Cristo llagado! ¿No ha de permitir mi dureza que quede fuertemente impresa en mi alma la imagen de tu rostro bendito, llagado y deshecho de dolor por mi amor?
¿Podrás ya desde ahora, Jesús mío, reconocer en mi cuerpo, no la fuerza del pecado, sino la de la mortificación cristiana derivada de tu vida y Sacrificio redentor?
Ya no más pecar, Señor, ya no más. Sino dolor con los tuyos. Sed con tu sed redentora. Quebrantos contigo para ser redentora contigo, primero de mi cuerpo de pecado y después de los demás. ¡Oh, Señor, haz que sea ya así en mí! Amén.

V. Señor, pequé.
R. Tened piedad y misericordia de mí.
Bendita y alabada sea la sagrada Pasión y Muerte de nuestro Señor Jesucristo y los dolores de su Santísima Madre, triste y afligida al pie de la cruz.

SÉPTIMA ESTACIÓN
SEGUNDA CAÍDA DE JESÚS
(Mis infidelidades)

V. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos
R. Que por tu santa cruz has redimido al mundo
“Desecho por nuestras iniquidades, el castigo, precio de nuestra paz, cae sobre él, y a causa de sus llagas hemos sido curados” (Is 53, 5).
Esta escena del abatimiento de Jesús por segunda vez, es reflejo de la agonía que padeció el Señor en Getsemaní. “Me muero de tristeza” (Mc 14, 34) dijo a sus discípulos momentos antes de ponerse en oración con su Padre, “y entrando en agonía” (Mc 14, 33) “sudaba como gotas de sangre que corrían por el suelo” (Lc 22, 44).
Fue el espectro tétrico y nefasto de la infidelidad del hombre al amor grande del Padre y el truncamiento de sus designios creadores el que se cernía sobre Él haciéndole agonizar, porque, en ese momento, como fiador que era del mismo hombre, estaba expiando en su propia carne.
Nunca podremos saber qué significa infidelidad en el corazón de Cristo. Bástenos con recordar que infidelidad es ausencia de amor. ¿Qué sentiría, pues, al experimentar en Él la ausencia de amor Él, que es Amor por esencia? ¿Qué sentiría si para Él la única posibilidad de vivir es el amor, es amar?
¡Le agonizaba el corazón en el pecho al encarnársele en Él la infidelidad del hombre que expiaba en su propia carne! Si San Pablo nos dice que el Padre le hizo pecado, para expiarlo, ¿qué sería expiar mi infidelidad que es ausencia de amor hacia su Padre querido? ¡Oh, Dios mío!, que Tú hayas sentido vacío de amor tu corazón para el Padre, por culpa mía. Temblaría todo tu ser. Así dijiste: “me muero de tristeza”.
¡Oh, infidelidades del hombre! Por su alma angustiada y bendita pasaron todas. Primero la infidelidad del Paraíso, que inauguró en el mundo el reino de la muerte y del mal al separarle de la Vida y del Bien que es Dios. Después... todas las demás infidelidades... todas... también las mías... golpearon el corazón delicadísimo de Jesús produciéndole “terror y angustia” (Mc 14, 33). Y ¿aún quiero repetirlas? Y ¿aún puedo pensar en repetir una nueva infidelidad para con ese Corazón dulcísimo? ¿Me doy cuenta de que serle infiel es vaciar mi corazón de amor a Él?
¡Oh, Dios mío!, que quisiste así reparar en tu corazón amoroso de carne el frío negro de mi infidelidad... Si hasta ahora te he sido infiel muchas veces, ha sido porque no he pensado en lo amargo que fue para Ti restaurarme en el amor primero con mi Dios y mi Padre.
¡Ya no más, Señor, ya no más ingratitud, ya no más desamor, ya no más infidelidad en mi vida hacia Ti aunque me costare la vida!
¿Qué se perdería aunque me muriera por probarte mi amor agradecido y mi fidelidad a Ti, a tu elección de mí? ¡Nada, Dios mío, nada, sino mucha ganancia, pues sería el mayor premio a mi fidelidad a Ti!
¡Haz que te sea fiel hasta la muerte y por encima de ella, Señor! ¡Por tu agonía, dámelo, Señor!

V. Señor, pequé.
R. Tened piedad y misericordia de mí.
Bendita y alabada sea la sagrada Pasión y Muerte de nuestro Señor Jesucristo y los dolores de su Santísima Madre, triste y afligida al pie de la cruz.



OCTAVA ESTACIÓN
JESÚS CONSUELA A LAS PIADOSAS MUJERES
(Mi olvido del pecado)

V. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos
R. Que por tu santa cruz has redimido al mundo

“Le seguía una gran multitud del pueblo y de mujeres que se golpeaban el pecho y se lamentaban por él. Jesús... les dijo... no lloréis por mí; llorad más bien por vosotras y por vuestros hijos, porque... si esto hacen al leño verde, ¿qué será al seco?” (Lc 23, 27-31).
En todo el proceso de su Pasión es la primera y única vez que Jesús ejerce su Magisterio de enseñanza desde la cátedra de su dolor.
Estas palabras pronunciadas en esta ocasión, son la síntesis y culmen de su doctrina. En la última Cena había dado a sus discípulos su testamento de amor; su enseñanza y revelación más sublime sobre el Padre y sobre Él y, sobre su misión salvadora. Ahora, entrega también al Pueblo su testamento. Sus mejores palabras de amigo, de hermano, de Dios, que se arrancan desde la experiencia misma de su profundo dolor redentor que atenaza su carne y agota su vida.
Les recuerda el pecado, el monstruoso mal que ha hecho al Padre entregarle a Él a tanto dolor y quebranto. Y que, por olvidarlo el hombre, vuelve a producir el inmenso mal que afecta y afectará a la humanidad.
LA CONCIENCIA DE PECADO. El hombre necesita recordar su condición de pecador y vivir en esta conciencia moral para ocupar un puesto, el que está abandonando para su desgracia y perdición.
Jesús había venido para purificar de pecado la conciencia del hombre, con su doctrina, con su ejemplaridad de vida y con su Sacrificio cruento, y así hacerle regresar de nuevo al Padre y, en cambio, choca con la obstinación del mismo hombre que no reconoce su propio pecado, que se cierra a la gracia.
En los fariseos que “morirán en su pecado” (Jn 9, 41) por oposición a su doctrina, ve Jesús la inmensa multitud que, a lo largo del tiempo les seguirán, haciendo por ello infecunda su “redención copiosa” (Sal 129, 7). Se repite, por ello la tragedia del Paraíso.
No reconocer el hombre su conciencia de pecado y su necesidad de purificación y conversión, es lo mismo que cometer de nuevo el pecado original, porque es congelar la gracia de su propia salvación que el Padre nos ha dado en su Hijo. Para obtener la salvación, es primer paso imprescindible sentirse necesitado de ella. Y, en cambio, éste es el gran pecado del hombre hoy, su no conciencia de pecado. Todo le es lícito. El pecado es una concepción falsa del comportamiento humano, dice el hombre hoy... ¿Cómo puede, pues, haber “conversión”? ¿Y salvación...? “Llorad... llorad por vuestros hijos... porque... ¿qué se hará al leño seco?”. Tremendas palabras pronunciadas por la Verdad eterna cuando estaba pensando salvar al hombre. Cuando estaba llevando a cabo su redención.
¡Oh, Redentor dulcísimo!, también están dichas para mí. ¡Cuántas veces me cierro a la “conversión” por no “reconocer” mi pecado, todo eso que hay en mí contrario a Ti, a tu evangelio!; contrario al: “no juzguéis y no seréis juzgados... no condenéis y no seréis condenados...; no queráis quitar la paja del ojo de tu hermano sin quitar la viga del tuyo; amad a los enemigos, orad por los que os persiguen; si tu hermano tiene algo contra ti, deja la ofrenda ante el altar y reconcíliate primero con tu hermano; guardaos de hacer vuestra justicia ante los hombres para que os vean; si alguien te pide la túnica, dale también el manto, si te obliga andar con él una milla, vete con él dos. Si te hiere en la mejilla, preséntale también la otra”, etc. (Mt 7, 1-5; 5, 44; 5, 23s; 6, 1; 5, 38-41; ).
Contrario a: “bienaventurados los mansos... los pobres... los pacificadores... los que lloran... los que tienen hambre y sed de santidad... los misericordiosos... los limpios de corazón... los perseguidos y quebrantados... los injuriados...” (Mt 5, 1-12). Porque no es sólo un mal grande cerrarse a la salvación de plano, sino también impedir que esta salvación llegue al vértice de su eficacia transformando y santificando a toda la persona, que ése es el fin de la redención. Aquí me cae todo esto a mí de plano, Señor. Aquí me reconozco inmensa pecadora. Sí, Dios mío, inmensa pecadora.
Haz que lo reconozca así, Señor, porque de esto depende el comienzo de mi “conversión”. ¡Haz que reconozca mis muchos pecados, mi oposición al Evangelio en mi conducta, mi falta de generosidad en tu servicio, para que no haga tanto mal a la Iglesia no aportando a ella la cantidad de santidad que debiera si me dejara hacer por Ti, santificar por Ti, transformar por Ti!
¡Oh, Redentor mío, Redentor mío, misericordia, y haz que quede ya desde este instante abierta de lleno a la gracia de la “conversión”! ¡Que sea así, Señor! Amén. Amén.

V. Señor, pequé.
R. Tened piedad y misericordia de mí.
Bendita y alabada sea la sagrada Pasión y Muerte de nuestro Señor Jesucristo y los dolores de su Santísima Madre, triste y afligida al pie de la cruz.

NOVENA ESTACIÓN
TERCERA CAÍDA DE JESÚS
(Mi avaricia)

V. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos
R. Que por tu santa cruz has redimido al mundo

Y de nuevo se nos presenta Jesús “como raíz en tierra seca, sin gracia... para atraer la mirada... como uno ante el cual se oculta el rostro... despreciado y desestimado, desecho por nuestras iniquidades” (Is 53, 2-3. 5).
Los pecados del hombre que lleva sobre sí y que está el mansísimo Cordero redimiendo, siguen atenazando su alma y agotando su vida, y de nuevo le vemos sucumbir. Él, puede exclamar: “Gusano soy y no hombre, vergüenza de la gente y escarnio del pueblo” (Sal 21, 7).
Poco antes había escuchado vociferar: “crucifícale, crucifícale...”. Estas voces le llegaban ahora también en lejano eco, de la larga historia de los hombres...
El hombre, esclavizado por el ansia de dinero y comodidad gritaría a Cristo que se le mostraba pobre y mortificado: ¡quítate, quítate, fuera, “crucifícale”...!
El hombre no quiere seguirle, sino al dinero. “No podéis servir a Dios y al dinero” (Lc 16, 13) había dicho Jesús, y ahora, ante esta realidad arrolladora, la angustia de Jesús crecería hasta límites insospechados, haciendo inmensamente desalentadora su Pasión.
Pero, ¿cómo el Padre llevaba a cabo la redención a costa de tantos dolores, sufrimientos y quebrantos suyos si después la inmensa multitud no iba a hacerle caso?... ¿Si tan pocos iban a seguirle?... ¿Tenía Él que aceptar esto? ¿Tanto dolor... para tan pocos?... La inmensa multitud correría tras el dinero, despreciándole a Él y a su doctrina... ¡tanto dolor... tanto quebranto...! ¿Para qué?
Aquí ha de salir al paso mi amor, el amor de “sus elegidos”...
¿Para qué?
¡Oh, Dios mío!, para que te siga yo ahora más de cerca... para que me salves... para que me arranques de la avaricia y de tanta vileza mía... para que me asemejes más a ti en tu despojo... en tu mortificación... en tus quebrantos y dolor... Para eso ¡oh, Dios mío, ha sido necesario tu dolor...!
¡Oh, Señor mío y Dios mío! Sí, sí han sido necesarias tus angustias y tu Pasión tan cruenta, para que yo ahora no te traicione más, para que me mantenga adherida fuertemente a ti en tu despojo redentor, en tu Kénosis amorosa. ¡Oh, Redentor mío, te lo prometo que así lo haré apoyada en esos mismos dolores tuyos redentores, que ya son míos! ¡Son míos! Y yo ahora soy tuya para siempre. Para siempre. ¡Oh, Jesús! ¡Oh, Dios mío!
Arráncame tú de tanta avaricia mía por cosas que no son Tú y así no te traicionaré más. ¡Oh, Vida y Origen mío, Señor y Padre mío, Descanso y Felicidad mía, Jesús mío! ¡Riqueza y abundancia mía! ¡Sólo tú en mis deseos y en mi amor! ¡Sólo tú!

V. Señor, pequé.
R. Tened piedad y misericordia de mí.
Bendita y alabada sea la sagrada Pasión y Muerte de nuestro Señor Jesucristo y los dolores de su Santísima Madre, triste y afligida al pie de la cruz.

DÉCIMA ESTACIÓN
DESNUDAN A JESÚS
(Mi deshonestidad)

V. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos
R. Que por tu santa cruz has redimido al mundo

“Guárdame cual pupila de tu ojo, escóndeme a la sombra de tus alas, frente a los malvados que me agobian” (Sal 16,8s). “No andes lejos, que en mi angustia estoy; ven junto a mí, pues nadie me socorre. Toros innumerables me rodean, me han cercado las bestias de Basán. Ávidos abren contra mí sus fauces, leones que descuartizan y rugen” (Sal 21,12-14).
La angustia que invadiría el alma purísima y santísima del Cordero inmaculado al verse expuesto, desnudo, ante la mirada de los presentes en el Calvario, sería mortal. Nadie podrá medirla.
Como toros de Basán, como leones que descuartizan y rugen se abalanzarían sobre su cuerpo virginal y divino, inmaculado y santísimo toda mi lujuria y la del hombre de todo tiempo. De rodillas, sólo de rodillas podremos considerar el quebranto de la eterna virginidad mordida por la lascivia y deshonestidad humana.
Junto a su angustia está la de su Madre purísima, virginal. El Hijo de la virginidad eterna maltratado en su pudor, desgarrado en su carne por la lujuria y desvergüenzas de todos los tiempos.
Rubor, a cambio de la desvergüenza, dolor, por el placer del hombre.
Ahí tenemos a nuestra víctima... “Como cordero... se doblegaba y no abría su boca, como oveja muda ante sus esquiladores...” (Is 53, 7).
Éste es el logro de nuestras deshonestidades, de nuestro pecado... del mío, que está ensuciando al que es el espejo donde se miran los ángeles.
Sólo de rodillas puedo contemplar a la “víctima” de mis deshonestidades.
De rodillas y en silencio pedirle perdón...
Sólo por un poco de placer, Señor, cuánto dolor para ti... Sólo por no saberme guardar pura y santa para ti...
¡Misericordia, Dios y Redentor mío, misericordia...!

V. Señor, pequé.
R. Tened piedad y misericordia de mí.
Bendita y alabada sea la sagrada Pasión y Muerte de nuestro Señor Jesucristo y los dolores de su Santísima Madre, triste y afligida al pie de la cruz.

UNDÉCIMA ESTACIÓN
JESÚS CRUCIFICADO
(Mis envidias)

V. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos
R. Que por tu santa cruz has redimido al mundo

“Fue traspasado por nuestros pecados; herido de muerte por nuestros delitos” (Is 53,5.8).
La implacable envidia de los Pontífices inmoló la vida de Cristo Jesús, el Mesías: “¿Qué hacemos? Este hombre hace muchos milagros. Si lo dejamos, todo el pueblo creerá en él... Así, pues desde aquel día resolvieron matarle” (Jn 11,47-48. 53).
Sí, también el pecado de la envidia tiene que ser reparado por el inocente Jesús. Y, qué propiamente lo expió.
La envidia es una pasión, una fuerza maléfica en el hombre, que no deja sosegar al que la posee hasta quitar de en medio a su víctima.
Es lo que sucedió con toda su crudeza en la persona de Jesús.
Pero detrás de esa pasión incontrolada estaba el designio del Padre revelado por los Profetas... “Fue traspasado...”.
Cuán dramáticamente pagó Jesús este pecado nuestro lo contemplamos externamente viéndole clavado en la Cruz, e internamente en la Sagrada Escritura: “Como el agua me derramo, todos mis huesos se dislocan, mi corazón como cera se derrite en mis entrañas, mi garganta está seca como una teja, mi lengua se me pega al paladar, me has sumido en el polvo de la muerte” (Sal 21,15-18).
¡Cuán cruelmente muerde la envidia en la carne de Jesús!
Aquí está mi pecado. ¿No me avergüenzo...? ¿Hay pecado más nefasto que éste de la envidia?
Fue la envidia quien subió al patíbulo a Jesús. Él se dejó ser víctima de ella. Y en su inmolación se nos ofreció como Modelo y remedio para vencerla. En él consideramos el estrago que hacemos en los demás con nuestra envidia. Y se nos da el remedio. “A causa de sus llagas hemos sido curados” (Is 53,5). Así como él se dejó hacer, entregado, inmolado, cosido a la voluntad del Padre, derramando la vida por los que le perseguían y buscaban hacerle mal... así nosotras hemos de hacer... amar... servir... buscar el bien del otro... entregar la vida por quien nos quiera mal... acogerle... alegrarme de su bien... en fin, volver amor a cambio de la envidia... porque la caridad que Cristo me entrega con su vida inmolada para que la viva es “sufrida, benigna, no tiene envidia, no lleva cuenta del mal, no se irrita, no ofende, no piensa el mal. Todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta...” (1 Cor 13,4-7).
Todo este amor... es el fruto de la inmolación de mi Redentor por mí, que espera respuesta de mí...
¿Quién se la niega? ¿Quién le deja sus entrañas sangrando sin respuesta?

V. Señor, pequé.
R. Tened piedad y misericordia de mí.
Bendita y alabada sea la sagrada Pasión y Muerte de nuestro Señor Jesucristo y los dolores de su Santísima Madre, triste y afligida al pie de la cruz.

DUODÉCIMA ESTACIÓN
JESÚS MUERE
(Mi ira)

V. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos
R. Que por tu santa cruz has redimido al mundo

“Muchos se habían horrorizado al verlo, tan desfigurado estaba su semblante que no tenía ya aspecto de hombre” (Is 52,14).
Así deshizo nuestro pecado el cuerpo adorable del Redentor. “Desecho por nuestros delitos, herido de Dios y humillado” (Is 53,4s).
Cuando vino a la tierra había dicho: “sacrificios y ofrendas no te satisfacen, entonces dije: “He aquí que vengo, ¡oh, Dios!, para hacer tu voluntad” (Sal 39,7-9).
Ningún sacrificio había conseguido expiar el pecado del hombre. Ninguno. Todos habían sido reclamos del Sacrificio magno que juntaría a Dios con el hombre. Sólo la sobrecogedora fuerza redentora de un Dios inmolado sobre todo, internamente, pudo conseguir la pacificación interior del hombre. Todos los pecados del hombre quedaron expiados, toda su tragedia reparada en el cuerpo y el alma de Jesús.
En esas entrañas abiertas y desangradas, quedó para mí, flanqueado de par en par el camino de retorno al Padre, a la participación de su amor y santidad.
Ya lo había dicho la Escritura: “Si él ofrece su vida en expiación, verá descendencia... y el beneplácito de Yahvé se logrará por él” (Is 53,10).
Ya puede morir de dolor y... de amor. Hasta las profundidades más íntimas de su alma divinizada, había penetrado el holocausto redentor: “Le plugo a Yahvé destrozarle con padecimientos” y, en el grito dolorido: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”, culminó la redención humana. La separación entre Dios y el hombre había terminado. Ese abismo infernal de alejamiento de Dios que se llama pecado, se había sumergido en el alma santísima e inmaculada del Redentor haciéndole “experimentar” su “esencia”. El Padre le había hecho pecado, y, en esas angustias mortales, él, su amor dulcísimo y generoso había librado la última batalla aniquilando el pecado, cerrando el abismo de nuestra separación de Dios y, dándonos así, como un beso, su PAZ.
Ya había dejado pacificado nuestro ser con el de Dios, UNIDOS. Ahora podía decir: “Consumatum est”. Todo está consumado. (Jn 19,30).
¿Quién no es manso ante la mansedumbre de ese corazón que está dejando de latir triturado de amor al Padre y al hombre?
¿Quién no es santo ante esa alma santísima consumada en la perfección a fuerza de dolor, por lograr la mía? ¿Quién?
¿Quién no es santo? ¿Será mi nombre el que tendrá que escribirse en esa Cruz como rechazo a ese amor divino y eterno...? ¿O seré santa?
¿Qué digo?
¿Dejaré que se cumpla esta profecía en mi alma: y así “el beneplácito de Yahvé se logró – en mi alma – por él”?...
¡Sí, Dios mío!, sí dejará que se cumpla a causa mía aunque me cueste morir en el empeño... ¡En ti, que me has dado la gracia con tu muerte, CONFÍO!

V. Señor, pequé.
R. Tened piedad y misericordia de mí.
Bendita y alabada sea la sagrada Pasión y Muerte de nuestro Señor Jesucristo y los dolores de su Santísima Madre, triste y afligida al pie de la cruz.

DECIMOTERCERA ESTACIÓN
JESÚS EN LOS BRAZOS DE SU MADRE
(El seno materno de María)

V. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos
R. Que por tu santa cruz has redimido al mundo

“Después de las penas de su alma verá la luz y quedará colmado” (Is 53,11).
María recibe en su seno a su Hijo muerto y traspasado de dolor, y junta su cuerpo con el suyo para tener más cerca de su corazón las penas de su Hijo adorado, y sobre todo, junta su alma con la suya, y en ella, ya en la inmensidad, percibe la luz de la que él es colmado.
A esa luz, siente que una nueva existencia se abre para su maternidad. Al estrechar con su corazón a su Hijo muerto, su seno se le desborda de hijos, sus entrañas maternales se le dilatan hasta rodear la faz de la tierra. Donde llega su Hijo, y su Hijo ya es inmensidad, allí está su regazo de Madre acogiendo a todos los demás hijos...
La experiencia de María estrechando a su Hijo muerto es inefable, grandiosa, desbordante para su espíritu que queda agigantado, colmado con la luz de su Hijo... Su existencia es ya como la de su Hijo... Inmensidad y Abundancia... Vive en su alma el cumplimiento de la Escritura. Recuerda a Isaías: “Si él ofrece su vida en expiación, verá descendencia, prolongará sus días” (Is 53,10).
Ayer estrechaba a su Hijo con ternura en Belén y, él solo llenaba su seno; hoy, siente cómo ese hijo, con su muerte, se lo ha llenado de hijos...
En silencio va contemplando María, lenta, serena y amorosamente, una por una, todas las llagas de su Hijo amado. Cada una, es el precio de la rebelión del hombre contra su Creador. Cada una ha expiado una tendencia pecaminosa del mismo hombre prevaricador... y las besa... Todas ellas son el botín abundante que él ha ganado: el retorno del hombre a su Padre y Dios.
Ahora se lo confía todo a ella su Hijo para que, con su maternidad espiritual dé calor a su Sacrificio redentor en las almas.
Al principio de la creación la omnipotencia y el amor del Padre llenó el mundo de vida, de amor y de bondad. Ahora, al final de la redención, es al seno materno de María a quien se le confía hacer nueva esa vida, ese amor y esa bondad en el hombre mediante la redención del Hijo.
¡Madre!, que me deje hacer por ti. ¡Que deje que en mi alma tú cumplas tu función maternal! ¡Que no entristezca tu corazón ni haga estéril tu seno inmaculado cerrándome a la acción santificadora del Espíritu!
¡Que se logren en mi alma, Madre, los frutos de los dolores de tu Hijo y los tuyos...! ¡Hazlo así, Madre!, hazlo así, para que se prolongue la vida de tu Hijo en la mía...

V. Señor, pequé.
R. Tened piedad y misericordia de mí.
Bendita y alabada sea la sagrada Pasión y Muerte de nuestro Señor Jesucristo y los dolores de su Santísima Madre, triste y afligida al pie de la cruz.

DECIMOCUARTA ESTACIÓN
SEPULTURA DE JESÚS
(Nueva vida)

V. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos
R. Que por tu santa cruz has redimido al mundo

“Se le preparó una tumba entre los impíos, en su muerte se le juntó con los malhechores... Por eso le daré multitudes por herencia, y gente innumerable recibirá como botín” (Is 53,9. 12).
¿Tengo conciencia de que soy “herencia” de Cristo y éste muerto y resucitado?
Tener conciencia de ello es saber que no me pertenezco, que no soy mía, sino que he sido “comprada a precio de su sangre” y liberada así “de la esclavitud del pecado”, “que lo antiguo (mi hombre viejo) ya ha paso en mí, y que ahora “soy una criatura nueva”, que debo, por tanto, vivir “buscando las cosas de arriba donde está Cristo sentado a la derecha del Padre”. “Que mi vida ha de ser Cristo, y morir una ganancia”.
¿Es así mi vida?
¿Responde mi conducta a este programa de perfección, que es el resultado de la Pasión y Muerte de Cristo, mi Dios y Señor?
“Por sus sufrimientos mi siervo justificará a muchos” (Is 53,11) nos asegura la revelación... ¿O conmigo esto es una equivocación?...
Por mi parte, ¿tendré que se excluida de esos “muchos”?
Por parte de Dios no, desde luego, que Él ha muerto para eso, para hacerme regresar al Padre, a la santidad consumada.
La palabra la tengo yo, que su gracia la tengo ahí... y muy abundante.
Cristo me quiere para Él, me lo dice: “mi descendencia le alabará” (Sal 21,31)
¡Qué intimidad la suya, qué confianza, qué amor...! ¡Me llama su “descendencia”!
¿Le defraudaré?
¡No, Dios mío, no! No permitas que nunca deje de ser “descendencia tuya...”
¡Ésta es mi voluntad...! ¡Ayuda mi debilidad...! AMÉN. AMÉN.

V. Señor, pequé.
R. Tened piedad y misericordia de mí.
Bendita y alabada sea la sagrada Pasión y Muerte de nuestro Señor Jesucristo y los dolores de su Santísima Madre, triste y afligida al pie de la cruz.

ORACIÓN FINAL

¡Oh, Jesús!, después de recorrer este Vía crucis y de ver lo que por mí sufriste en silencio... con tanto amor... ¿qué podré negarte?, ¿cómo voy a tener ilusión en nada si no es en seguirte y amarte con todas las fuerzas de mi corazón? Tú ves mi debilidad, ayúdame con esa fortaleza tuya que redime, que salva, que agiganta mi espíritu. ¡Ayúdame, Jesús, Redentor mío!
¡Madre mía, júntame a tu corazón para que entienda qué es Jesús. Para que entienda que Él es la delicia del alma, el gozo perpetuo, la luz de la gloria, la felicidad sin fin! ¡Que lo entienda, Madre, como tú, para que le sea fiel y no desee otra cosa que a Él, como tú! Así sea, Madre. Así sea. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.





VÍA CRUCIS DE LOS SILENCIOS DE JESÚS

Por la señal...
Señor mío Jesucristo...
OFRECIMIENTO

¡Oh, Redentor nuestro!, aquí nos tienes rendidas ante tu amor misericordioso y redentor, dispuestas a recorrer contigo el proceso de tu vía dolorosa. Queremos meditar en tus silencios redentores para grabarlos en el corazón e imitarlos.
¡Madre dolorosa!, que tan cercana estuviste a tu Hijo en su Pasión, en su Muerte y en sus silencios, ayúdanos a guardarlos en el corazón, como Tú, para vivirlos como Tú.

PRIMERA ESTACIÓN
JESÚS CONDENADO A MUERTE

V. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos
R. Que por tu santa cruz has redimido al mundo

Condena a muerte a Jesús la envidia de los “poderosos” de su pueblo, porque Él se había manifestado más poderoso que ellos “en obras y palabras ante Dios y todo el pueblo” (Lc 24,19) que le admiraba y seguía.
Y Jesús, ante la condena injusta, calla... la acepta y se deja aplastar por la sentencia.
Su silencio cerró la boca del Verbo de la Vida... Y este silencio dio la razón ante el pueblo a la envidia de sus enemigos.
Y ante este silencio, ¿puedo seguir creyendo que mis palabras y razones son más importantes que las del Señor para no poderlas callar?

V. Señor, pequé.
R. Tened piedad y misericordia de mí.
Bendita y alabada sea la sagrada Pasión y Muerte de nuestro Señor Jesucristo y los dolores de su Santísima Madre, triste y afligida al pie de la cruz.

SEGUNDA ESTACIÓN
JESÚS CARGA CON LA CRUZ

V. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos
R. Que por tu santa cruz has redimido al mundo

“Tomaron, pues, a Jesús, que, llevando su cruz, salió al sitio llamado Calvario” (Jn 19,16s).
El Redentor carga con la cruz aunque no era la suya... ni la merecía... aunque su peso era superior a sus fuerzas agotadas por el flagelo y la corona de espinas... aunque sabía que sucumbiría bajo su peso y se reirían de él...
Carga con la cruz en silencio y se pone en camino hacia la muerte.
Ante este ejemplo de Jesús, ¿puedo quejarme de las obediencias, de los trabajos, de cualquier sufrimiento que pese sobre mi vida?
¿Podría comparar mi inocencia con la de Jesús? Y Él... guardó silencio.

V. Señor, pequé.
R. Tened piedad y misericordia de mí.
Bendita y alabada sea la sagrada Pasión y Muerte de nuestro Señor Jesucristo y los dolores de su Santísima Madre, triste y afligida al pie de la cruz.

TERCERA ESTACIÓN
PRIMERA CAÍDA

V. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos
R. Que por tu santa cruz has redimido al mundo

“No gritará, no alzará el tono, no hará oír por las calles su voz” (Is 42,2).
Sí, se ha quedado sin palabras para quejarse el que es la Palabra del Padre. Es su cuerpo hundido, agotado el que grita que ya no tiene fuerzas, que le han arrancado el vigor... “como raíz en tierra seca” (Is 53,2).
La naturaleza humana de Jesús acusa el agotamiento, pero su pecho sagrado, calla... Sólo se oye su silencio divino... que es, amor...
¿Sé yo callar así... amar así?

V. Señor, pequé.
R. Tened piedad y misericordia de mí.
Bendita y alabada sea la sagrada Pasión y Muerte de nuestro Señor Jesucristo y los dolores de su Santísima Madre, triste y afligida al pie de la cruz.

CUARTA ESTACIÓN
ENCUENTRA A SU MADRE

V. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos
R. Que por tu santa cruz has redimido al mundo

Ahora son dos silencios los que se unen para hacer más fecundo el amor... la redención...
María ve cómo el “Hijo del Altísimo” (Lc 1,32) e hijo de sus entrañas “era maltratado y se doblegaba y no abría su boca; - le veía – como cordero llevado al matadero, como ante sus esquiladores una oveja muda y sin abrir la boca” (Is 50,7) y... calla Ella también.
Este “encuentro”, en nombre de la justicia habría levantado clamores y, en cambio... sólo levantó en los ojos y en el corazón de los dos Inocentes comprensión, perdón, amor, silencio... paz.
¿Qué digo a esto? ¿Podré revelarme ante cualquier injusticia?

V. Señor, pequé.
R. Tened piedad y misericordia de mí.
Bendita y alabada sea la sagrada Pasión y Muerte de nuestro Señor Jesucristo y los dolores de su Santísima Madre, triste y afligida al pie de la cruz.

QUINTA ESTACIÓN
EL CIRINEO AYUDA A JESÚS

V. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos
R. Que por tu santa cruz has redimido al mundo

Se muere Jesús por el camino... en silencio... Nada dice.
Pero los soldados y sus enemigos, que le van pisando los talones, temen que no llegue al Calvario con vida para crucificarlo “y obligaron a llevar la cruz a uno que pasaba por allí, a Simón de Cirene” (Mc 15,21).
Y, Jesús agradece y... calla...
Silencio si se muere por el camino... y silencio si le alivian para hacerle después sufrir más...
¿Sé yo callar así, tanto en la enfermedad como en la salud, en el mucho trabajo como en el ocio santo, en las humillaciones como en las alabanzas, en la abundancia espiritual como en la aridez y sequedad?

V. Señor, pequé.
R. Tened piedad y misericordia de mí.
Bendita y alabada sea la sagrada Pasión y Muerte de nuestro Señor Jesucristo y los dolores de su Santísima Madre, triste y afligida al pie de la cruz.

SEXTA ESTACIÓN
LA VERÓNICA LIMPIA EL ROSTRO A JESÚS

V. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos
R. Que por tu santa cruz has redimido al mundo

La piedad femenina rompe el odio que cercaba y arrastraba al silencioso y sufrido Jesús para limpiarle el sudor y la sangre que cubría su rostro.
La Verónica, valiente, sale por él, pero Jesús no se sirvió de este sentido de humanidad como de soporte para alzar su voz y proclamar su inocencia... ni para realzar la crueldad de sus verdugos. No. Sólo agradece y... calla.
Cuando en las incomprensiones alguien defienda mi inocencia, ¿guardaré silencio?, o, ¿más bien levantaré la voz acentuando la equivocación de los contrarios?
¡Jesús callado, dame la virtud de tu silencio!

V. Señor, pequé.
R. Tened piedad y misericordia de mí.
Bendita y alabada sea la sagrada Pasión y Muerte de nuestro Señor Jesucristo y los dolores de su Santísima Madre, triste y afligida al pie de la cruz.

SÉPTIMA ESTACIÓN
SEGUNDA CAÍDA DE JESÚS

V. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos
R. Que por tu santa cruz has redimido al mundo

“Despreciado, desecho de la humanidad, hombre de dolores, acostumbrado al sufrimiento, como uno ante el cual se oculta el rostro, era despreciado y desestimado” (Is 53,3).
Pero Él guardaba silencio, “en su humillación no profería amenazas” (1 Pe 2,3).
¿Sé imponer silencio a mi deseo de dominar sobre las cosas, sobre las criaturas, sobre todo criterio? ¿Someto al silencio a mi deseo de venganza, a mi temperamento absorbente, a mi prepotencia?

V. Señor, pequé.
R. Tened piedad y misericordia de mí.
Bendita y alabada sea la sagrada Pasión y Muerte de nuestro Señor Jesucristo y los dolores de su Santísima Madre, triste y afligida al pie de la cruz.

OCTAVA ESTACIÓN
JESÚS CONSUELA A LAS PIADOSAS MUJERES

V. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos
R. Que por tu santa cruz has redimido al mundo

Se lamentan por Jesús unas mujeres que se golpeaban el pecho. Jesús, piadoso, rompe el silencio, por amor, previniéndolas del mal: “porque si esto hacen la leño verde – les dice - ¿qué será al seco?” (Lc 23,31). Es el amor que salva el que habla para ofrecer la salvación.
¿Sé salir de mis silencios egoístas para ponerme al servicio de quien me necesita aun antes de que... pida mi ayuda?

V. Señor, pequé.
R. Tened piedad y misericordia de mí.
Bendita y alabada sea la sagrada Pasión y Muerte de nuestro Señor Jesucristo y los dolores de su Santísima Madre, triste y afligida al pie de la cruz.

NOVENA ESTACIÓN
TERCERA CAÍDA DE JESÚS

V. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos
R. Que por tu santa cruz has redimido al mundo

“Me late el corazón, las fuerzas me abandonan, y la luz misma de mis ojos se me esfuma. Mis compañeros, mis amigos se apartan de mí, mis vecinos se quedan a distancia, mientras maquinan los que buscan mi alma, los que ansían mi ruina cuchichean maldad. Mas yo soy como un sordo, y no oigo, como un mudo que no abre su boca. Me he hecho como un hombre que no oye, ni tiene réplica en sus labios. Y ahora ya estoy a punto de caer, mi pena sin cesar está ante mí” (Sal 37,11-15 y 18).
Y ante el silencio que Jesús guarda en tanta soledad y amargura, ¿no sabré yo vivir en silencio mis soledades...?

V. Señor, pequé.
R. Tened piedad y misericordia de mí.
Bendita y alabada sea la sagrada Pasión y Muerte de nuestro Señor Jesucristo y los dolores de su Santísima Madre, triste y afligida al pie de la cruz.

DÉCIMA ESTACIÓN
DESNUDAN A JESÚS

V. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos
R. Que por tu santa cruz has redimido al mundo

“Y se repartieron sus vestidos a suertes. El pueblo estaba mirando. Los mismos príncipes se burlaban, diciendo: “Ha salvado a otros, que se salve a sí mismo, si es el Cristo de Dios, el elegido” (Lc 23,34-37).
¡Admirable silencio de aquella Palabra poderosa ante la que las mismas fuerzas del mar embravecidas obedecieron! (Mc 4,37-41). Y ahora calla para morir como un maldito.
¿Qué digo a esto? ¿Sé vivir en silencio la muerte de mi honra?
¿Y sé vivirla como Jesús, en beneficio de los mismos que me deshonran y de los que se burlan de mí?

V. Señor, pequé.
R. Tened piedad y misericordia de mí.
Bendita y alabada sea la sagrada Pasión y Muerte de nuestro Señor Jesucristo y los dolores de su Santísima Madre, triste y afligida al pie de la cruz.

UNDÉCIMA ESTACIÓN
JESÚS CLAVADO EN LA CRUZ

V. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos
R. Que por tu santa cruz has redimido al mundo

“Lo condujeron al lugar del Gólgota... – y – lo crucificaron...”
“Los que pasaban por allí lo insultaban moviendo la cabeza y diciendo: ¡Bah! ¡Tú que destruías el templo y lo edificabas en tres días, sálvate a ti mismo y baja de la cruz... El Mesías, el rey de Israel, que baje ahora de la cruz, para que veamos y creamos” (Mc 15,22-32).
Y Jesús callaba... Ante este silencio de Jesús debe enmudecer toda palabra...
¡Señor, admirable y grandioso en tu silencio, que yo viva así, como tú, el sin – sentido de la fe... el escándalo de la Cruz...! Así sea.

V. Señor, pequé.
R. Tened piedad y misericordia de mí.
Bendita y alabada sea la sagrada Pasión y Muerte de nuestro Señor Jesucristo y los dolores de su Santísima Madre, triste y afligida al pie de la cruz.

DUODÉCIMA ESTACIÓN
JESÚS MUERE EN LA CRUZ

V. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos
R. Que por tu santa cruz has redimido al mundo

“Hacia la hora nona gritó Jesús con fuerte voz... “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”... Los otros decían: “Deja a ver si viene Elías a salvarlo”. Y Jesús, dando de nuevo un fuerte grito, exhaló su espíritu” (Mt 27, 46-50).
¡Oh, Jesús!, concédeme que el vacío, que el silencio de Dios y de las criaturas que he de sufrir como tú, haga crecer en mí, el gigante del amor y de la confianza en ti que llevo en el corazón. ¡Señor, que como tú, nunca deje de creer y confiar en ti y en el Padre!

V. Señor, pequé.
R. Tened piedad y misericordia de mí.
Bendita y alabada sea la sagrada Pasión y Muerte de nuestro Señor Jesucristo y los dolores de su Santísima Madre, triste y afligida al pie de la cruz.

DECIMOTERCERA ESTACIÓN
MARÍA RECIBE A SU HIJO MUERTO

V. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos
R. Que por tu santa cruz has redimido al mundo

“Vosotros todos, los que pasáis por el camino mirad y ved si hay dolor como el dolor que me atormenta” (Lam 1,11s).
“¿A quién te compararé? ¿A quién te haré semejante, oh hija de Jerusalén? Grande como el mar es tu quebranto, ¿quién te podrá curar? (Lam 2,13).
¿Dónde podría buscar consuelo María ante su Hijo muerto? ¿Dónde, si Él era su Vida?
¡Sólo en el silencio... pues que ya sólo el silencio le quedaba en común con Él...! Y sólo el silencio era capaz de consagrar sus sentimientos...
¡Madre mía, que yo sepa rendir mis afectos, todos mis afectos, en silencio, ante la urgencia de santidad de mi vocación consagrada! ¡Que sólo busque a Dios en ellos!

V. Señor, pequé.
R. Tened piedad y misericordia de mí.
Bendita y alabada sea la sagrada Pasión y Muerte de nuestro Señor Jesucristo y los dolores de su Santísima Madre, triste y afligida al pie de la cruz.

DECIMOCUARTA ESTACIÓN
SEPULTURA DE JESÚS

V. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos
R. Que por tu santa cruz has redimido al mundo

“Al caer la tarde, vino un hombre rico de Arimatea llamado José que era también discípulo de Jesús... tomó el cuerpo, lo envolvió en una sábana limpia y lo depositó en su propio sepulcro” (Mt 27,57-60).
“Con opresión y juicio fue aprehendido; de su causa ¿quién se cuida? Pues fue cercenado de la tierra de los vivos” (Is 53,8).
La losa cerró el mayor silencio de Jesús... En manos de su Padre dejaba el éxito de su vida, de su trabajo... de su muerte... y de su honra.
¿Qué digo a esto?... ¿Podré hablar?... ¿Podré desear algo aún?...

V. Señor, pequé.
R. Tened piedad y misericordia de mí.
Bendita y alabada sea la sagrada Pasión y Muerte de nuestro Señor Jesucristo y los dolores de su Santísima Madre, triste y afligida al pie de la cruz.

ORACIÓN FINAL

¡Oh, Jesús!, después de recorrer este Vía crucis y de ver lo que por mí sufriste en silencio... con tanto amor... ¿qué podré negarte?, ¿cómo voy a tener ilusión en nada si no es en seguirte y amarte con todas las fuerzas de mi corazón? Tú ves mi debilidad, ayúdame con esa fortaleza tuya que redime, que salva, que agiganta mi espíritu. ¡Ayúdame, Jesús, Redentor mío!
¡Madre mía, júntame a tu corazón para que entienda qué es Jesús. Para que entienda que Él es la delicia del alma, el gozo perpetuo, la luz de la gloria, la felicidad sin fin! ¡Que lo entienda, Madre, como tú, para que le sea fiel y no desee otra cosa que a Él, como tú! Así sea, Madre. Así sea. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.