Desde muy antiguo, la Iglesia ha unido en un mismo día, el 29 de junio, la celebración de los apóstoles SAN PEDRO Y SAN PABLO. Esta unión se daba ya en el año 258, según consta en un viejo calendario litúrgico romano. Fue probablemente ese año cuando sus reliquias fueron trasladadas a las Catacumbas, junto a la Vía Apia, al lugar donde se levantaría, en el s. IV, la basílica de los Apóstoles, hoy llamada de San Sebastián. En el Nuevo Testamento, rico en noticias biográficas de San Pedro para el tiempo que acompañó a Jesús y para el tiempo en que dirigió carismáticamente la primitiva comunidad cristiana de Jerusalén e hizo sus visitas pastorales por Samaria y otros lugares de Palestina, guarda silencio sobre su posterior actividad y sobre sus últimos días. Más abundantes son las noticias que nos conserva sobre San Pablo, cuyas correrías misioneras recoge su compañero San Lucas en los Hechos de los Apóstoles, hasta llegar a la prisión en Roma, aunque sin revelar el desenlace final. Los caminos da ambos apóstoles son divergentes: Pedro se dedicó principalmente a los judíos, y Pablo, a los gentiles. Los dos coincidieron algún tiempo en Jerusalén, al acudir allí Pablo a buscar el reconocimiento y respaldo de su apostolado por parte de Pedro. Y coincidieron también en Antioquia, donde se produjo el enfrentamiento por causa de la pretendida observancia de las leyes judías. Los dos murieron en Roma, sin que sepamos cuándo ni en qué lugar concreto. Desde luego, no parece que fuera el mismo día y lugar, porque los sepulcros se encuentran en sitios distintos: el de Pedro, en el Vaticano; el de Pablo, en la Vía Ostiense, donde hoy se levantan las respectivas basílicas sepulcrales. Se da por cierto que murieron los dos durante la persecución de Nerón, pero los relatos sobre su martirio: crucificado Pedro (y, además, boca abajo) y decapitado Pablo, con otros detalles, no aparecen hasta varios siglos después, por lo que, aunque pudieran tener un fondo de verdad, no resulta fácil identificarlo. El hecho mismo del martirio lo atestigua, ya en el mismo siglo primero, el papa San Clemente, presentando a los apóstoles como "máximas y justísimas columnas de la Iglesia". Unidos en especial relación con Roma los presenta, a comienzos del s. II, S. Ignacio de Antioquia. Divergentes en vida, unidos por la muerte en la misma ciudad de Roma, durante la misma persecución, fueron en Roma siempre, desde los primeros tiempos, conjuntamente venerados, y, desde ella, se extendió la veneración litúrgica conjunta al mundo entero.
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