Por esto, hermanas, porque nuestra vocación es el «amor perfecto», es ser imagen de Dios; y porque ahora le conocemos, y sabemos que Dios es amor (1 Jn 4,7-8), ¡desechemos el temor y la indiferencia hacia Dios que nos inocula el pecado y que, como sucedió a Adán, debilita el amor que le debemos y el deseo de santidad que él metió en nuestra alma con el «beso de su boca» al crearnos! Desechémoslo, no seamos pusilánimes, porque Dios es más grande que nuestros pecados, y sigue amándonos a pesar de ellos con ese amor suyo tan eterno, tan sincero, tan entrañable y benigno como nos lo reveló su «boca» divina en el Evangelio (Lc 15,11-32). Arrojemos de nosotras, con el recuerdo de la ternura del Padre, la carga negativa que nos infunde el pecado, y corramos valientemente hacia la consecución del «amor perfecto » de la santidad. Para ello, hermanas queridas, cuando pequemos, corramos, con gozo, a recibir la gracia del perdón y el abrazo de amor del Padre en el Sacramento de la Reconciliación.
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