REFLEXIÓN SOBRE LA NATIVIDAD DEL SEÑOR
POR LA SIERVA DE DIOS MADRE MERCEDES DE JESÚS.
Vamos a recoger del Anuncio del Nacimiento de Jesús el ejemplo sobrecogedor de la humillación que envolvió su descenso amoroso a nuestra tierra. Nos dará luz sobre ello la tercera antífona de las Vísperas que cantaremos esta tarde. Dice así: “El que era la Palabra sustancial del Padre, engendrado antes del tiempo, hoy se ha despojado de su rango haciéndose carne por nosotros”.
Para penetrar un poco en este impresionante misterio del anonadamiento de Cristo y en la profundidad de su humillación, vamos a reflexionar primero sus grandezas divinas, para que por aquí entendamos algo, quién se humilla, por quién se humilla y para qué se humilla. A ver si esta consideración enciende luz propia en nuestro corazón que disipe las tinieblas que el pecado dejó en él, y nos haga ver la hermosura de la senda abierta por esta humillación de Cristo, Verbo de la Vida, para que la recorramos.
Primero. Veamos quién se humilla. Este Verbo de la Vida (Jn 1, 4) que en el seno de Dios “recibe la gloria del Padre como Hijo único lleno de gracia y de verdad” (Jn 1, 17b) es el que desciende, deja toda su grandeza, “se hizo carne y puso su morada entre nosotros” (Jn 1, 14a) y San Pablo aclara, “el cual, siendo de condición divina no retuvo ávidamente el ser igual a Dios. Sino que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre, y se humilló a sí mismo” (Flp 2, 6 – 8). Éste es el que se humilla. Segundo. Por quién se humilla así. “Por nosotros, los hombres, y por nuestra salvación” nos dice la Iglesia también en el Credo. Porque habiéndonos creado a su imagen y semejanza (Gn 1, 26) para ser conformes a la imagen de su Hijo (Rm 8, 29), y habiéndonos elegido de antemano para ser sus hijos (Ef 1, 5) le volvimos la espalda, pecamos contra Él y nos desvinculamos de Él por el pecado original. Y llegamos, por fin, al último punto, que es, para qué se humilla. El Padre y Jesús han sentido latir en su misma vida divina la nuestra pecadora, y han llevado a cabo el sobrecogedor misterio de la humillación y encarnación del Verbo, porque quieren volver a sentir latir nuestra vida en la suya, pero ya santificada, vuelta a la santidad de su origen. Y esto quiere decir, hermanas queridas, que el despojo de Cristo, su humillación es nuestro despojo y nuestra humillación. Nos pertenece. Somos nosotras las que debemos asumir el despojo y la humillación, no Él que es santo. Si lo hace Él es, por lo que hemos dicho antes, porque siente latir nuestro pecado en su corazón, pero es a nosotras a quien nos pertenece humillarnos, despojarnos.
Pensemos que Él, Jesús, desde su Nacimiento hasta su muerte está ocupando el puesto que nos pertenece. La pobreza de Belén es nuestro sitio. Los trabajos y fatigas de la huida a Egipto es nuestro puesto. El silencio, la humillación de una vida gastada en ocupaciones sin relieve, sin honra, sin brillo, es nuestro sitio. Todas las incomprensiones, las privaciones, los dolores, sudores, angustias, agonía y muerte es nuestro sitio, el que nos pertenece por nuestro pecado. Jesús lo sufrió todo siendo santo. ¿Veis cómo es nuestra vida pecadora la que Jesús, amorosamente, ha dejado latir en la suya divina para redimirla? Y si Él, siendo santo ha sufrido tanto, se ha despojado de tanto y ha renunciado y soportado tanto, ¿qué tendremos que hacer nosotras que somos las pecadoras? Para esto, hermanas mías, para esto se ha humillado Jesús. Para que hagamos como Él ha hecho. Para que nos humillemos como Él. Para que nos despojemos como Él. Porque “os he dado ejemplo, para que también vosotros hagáis como yo he hecho con vosotros” (Jn 13, 15). Nuestro sendero es Cristo, porque nuestra vida es Él “que se ha despojado de surango haciéndose carne por nosotros”. Amén.
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