Homilía de S.S. Pablo VI en la misa de su canonización (3-X-76)
Nos resulta imposible tejer el breve elogio de la nueva Santa, acostumbrado en el momento de una canonización, que parece proyectar los rasgos de una faz gloriosa ante nuestra mirada jubilosa, porque, de la misma manera que el rostro extraordinariamente bello y puro de Beatriz de Silva permaneció oculto durante largos años de su vida terrena hasta su bienaventurada muerte, así también demasiados aspectos de su biografía sólo han llegado hasta nosotros de forma refleja, en la documentación histórica, como «per speculum in aenigmate», a través de la cual se trasparenta como figura inocente, humilde y luminosa, a pesar de no conceder a nuestra humana, pero legítima curiosidad, ningún signo de expresión personal. Vienen a los labios las palabras de Dante: «¿Dónde está Beatriz?» (Par. 32,85); o aquellas otras palabras bíblicas, en las que se percibe el eco de un amor místico: «Paloma mía,... muéstrame tu rostro, déjame oír tu voz, porque tu voz es suave y hermoso tu rostro» (Cant 2,14). De hecho, ninguna palabra de esta Santa ha llegado hasta nosotros en sus sílabas textuales y, por tanto, ningún eco de su voz; y tampoco ningún escrito de su mano, ningún retrato de su rostro, demasiado bello según se dijo, para que en sus años jóvenes no fuera causa de turbación. Ni siquiera un estatuto definitivo de la Regla para la familia religiosa que ella fundó, inaugurando con su muerte el nacimiento de la misma.
Datos biográficos
Surge así un interrogante en el ánimo de quien dirige la atención y la devoción a esta ciudadana del cielo: ¿será su vida una leyenda? ¿Será su obra un mito? No, no. Beatriz de Silva, antes de estar en el reino eterno del cielo, fue ciudadana de la tierra; y los documentos, relativos a su origen, más aún, su obra de fundadora y una nueva y siempre floreciente familia religiosa, la de las Monjas Franciscanas de la Santísima Concepción de María, no dejan duda alguna, sino que confieren particular certeza y edificante ejemplaridad a la historia hagiográfica de esta espléndida figura.
Santa Beatriz de Silva, portuguesa de origen, pasó la mayor parte de su existencia terrena en tierra de España. Séanos, pues, permitido rendir homenaje a estas dos nobles naciones utilizando sus lenguas para trazar, con rápidas pinceladas, el perfil biográfico de una mujer que habla a nuestro corazón de creyentes, si no con escritos, sí con la elocuencia más convincente de la vida.
Beatriz de Silva nació en Ceuta, ciudad del norte de África asomada al Mediterráneo, y que en aquella época se encontraba bajo el dominio de la corona de Portugal. El feliz acontecimiento tuvo lugar con mucha probabilidad en 1426, aunque algunos biógrafos hablen de 1424.
Nació portuguesa, por tanto. Su padre, don Ruy Gomes de Silva, aún joven, combatió en la conquista de la referida ciudad de Ceuta, en 1415; y se portó con tanto denuedo y valor, que el capitán de la plaza, de nombre don Pedro de Meneses, le premió concediéndole en matrimonio a su propia hija Isabel. Ésta, por diversos enlaces, estaba emparentada con las casas reales de España y Portugal.
Nacieron de este matrimonio once hijos, criados y educados con amor y con la esclarecida prudencia de un alma profundamente cristiana como la de los progenitores, sobre todo la madre. Además de Beatriz, descolló entre ellos el beato Amadeo de Silva, que abrazó en Italia la Orden de San Francisco y dio origen a una rama de la Orden de Frailes Menores, reformados, conocidos con el nombre de Amadeos.
Hacia 1433, el padre de Beatriz de Silva Meneses fue nombrado alcaide principal de la villa de Campo Mayor, en Portugal, a donde se trasladó con toda su familia. En Portugal, por tanto, pasó la nueva Santa los tiempos de su infancia y juventud, cultivando las excelsas cualidades de su alma privilegiada y preparándose para las pruebas futuras. La experiencia de sufrimientos físicos y morales, como prueba de amor, es frecuente en el camino que deben recorrer aquellos a quienes el Señor quiere dar la corona de la vida, prometida a quienes lo aman (cf. Santiago 1,12).
En el año 1447, al casarse Isabel, hija de Juan príncipe de Portugal, con Juan II rey de Castilla, llevó consigo a tierras de Castilla a Beatriz, la cual había cumplido los veinte años.
Sin embargo, pasado cierto tiempo, debido a que su belleza provocaba la admiración de los nobles o, quizás, porque la misma reina temía ver en ella una peligrosa rival, Beatriz abandonó la corte real que estaba en Tordesillas (Valladolid) e ingresó en el monasterio cisterciense de Santo Domingo de Silos, en Toledo, en el que durante treinta años se dedicó únicamente a Dios.
Después de estos casi treinta años de dedicación a Dios, decidió fundar un nuevo monasterio u Orden de la Inmaculada Concepción, en honor del Misterio de la Inmaculada Concepción y para la propagación de su culto. Así, pues, el año 1484 abandonó el monasterio de Santo Domingo y pasó, con algunas compañeras, a una casa llamada Palacio de Galiana, que le había donado la reina Isabel la Católica.
Santa Beatriz, fundadora
El día treinta de abril de 1489, a petición de Beatriz y de la misma reina Isabel, el Papa Inocencio VIII autorizó la fundación del nuevo monasterio y aprobó las principales reglas que, entre tanto, habrían de observarse en el mismo.
Sin embargo, antes de que, conforme al permiso pontificio, se iniciara a la vida regular en el nuevo monasterio, Beatriz subió a los cielos. No obstante, su Instituto no desapareció y, a pesar de algunas dificultades, se convirtió en una verdadera Orden religiosa y obtuvo su propia regla el año 1511.
Esto es lo que, en síntesis, nos dicen las fuentes históricas sobre Santa Beatriz de Silva. Y ahora el alma se queda pensativa ante esta frágil figura de mujer velada, a la que un cierto hálito de misterio hace más sugestiva, y se pregunta si ella tiene un mensaje para el hombre actual, tan alejado, psicológicamente, de aquel mundo poblado de caballeros, príncipes y damas, en el que ella naciera.
Debemos contestar que sí ciertamente.
Está, desde luego, el mensaje representado por la obra misma de Santa Beatriz, la Orden de las Concepcionistas, esbozado por su corazón enamorado de Dios.
La nueva familia religiosa se difundió rápidamente por las diversas naciones europeas y después también por el Nuevo Mundo, que se acababa de descubrir (la primera fundación Concepcionista en Méjico se remonta a 1540), y está en nuestros días bien representada en la Iglesia: con sus cerca de 3.000 monjas, que pueblan los actuales 150 monasterios esparcidos por el mundo, la Orden da testimonio de su presencia vital en la Iglesia, una presencia que se califica por el empeño de la penitencia y de la contemplación.
En una sociedad permisiva como la actual
La estricta clausura, determinada por la Regla en todos sus detalles con bastantes años de anticipación sobre la reforma tridentina, y observada aún en nuestros tiempos por las Concepcionistas, que han preferido estar físicamente ausentes de esta celebración para estar en Dios espiritualmente más próximas a su Madre, pretende precisamente favorecer el íntimo recogimiento, necesario para un más intenso y continuado coloquio con Dios. ¿Cómo no recordar a este respecto las palabras, de sabor claramente franciscano, con las que el capítulo X de la Regla insiste en la dimensión orante y contemplativa de la Orden? «Consideren atentamente las hermanas que, sobre todo, deben desear tener el Espíritu del Señor y su santa operación, con pureza de corazón y oración devota; purificar la conciencia de los deseos terrenos y de las vanidades del siglo, y hacerse un solo espíritu con Cristo, su Esposo, mediante el amor». Para el hombre moderno, encarcelado en el torbellino de las impresiones sensoriales, multiplicadas por los «mass-media» hasta límites obsesivos, la presencia de estas almas silenciosas y vigilantes, entregadas al mundo de las realidades «no visibles» (cf. 2 Cor 4,18; Rm 8,24ss), ¿no representa quizá una llamada providencial a no perder una dimensión constitutiva de su naturaleza, la de la vocación a caminar por los horizontes ilimitados de lo divino?
Pero hay, además, un segundo mensaje que acerca a Santa Beatriz a nuestra experiencia, haciéndonos apreciar toda la actualidad del testimonio que ella nos presenta. Vivimos en una sociedad permisiva, que parece no reconocer frontera alguna. El resultado está a la vista de todos: la expansión del vicio en nombre de una malentendida libertad, que, ignorando el grito indignado de las conciencias rectas, se burla y conculca los valores de la honestidad, del pudor, de la dignidad, del derecho de los demás, es decir, de los valores sobre los que se basa cualquier convivencia civil ordenada. Ahora bien, la sociedad nobiliaria del período del renacimiento, aquellos ambientes cortesanos, tal como se nos describen en las crónicas de la época, presentan con mucha frecuencia, aunque con nobles excepciones, un panorama en el cual se reflejan bastante bien algunas tristes experiencias de hoy.
Fue aquel ambiente en el que Santa Beatriz maduró su opción: habiéndose dado cuenta pronto de las pasiones que su excepcional belleza suscitaba en torno, como flor que, germinaba en terreno pantanoso, eleva hacia lo alto su intacta corola a fin de acoger el primer rayo de sol, así la noble muchacha «sin más dilación en determinarse -es su primer biógrafo el que narra el episodio-, tomó su camino, y dejó la inquietud de la corte, huyendo de ella, para venir a recibir la ley de la conversión saludable, después de cuyo cumplimiento entrase a la tierra prometida de los santos». Pero no se limitó a esto la generosidad de su determinación virginal: «Acordándose -sigue siendo el primer biógrafo el que narra- de la hermosura que de Dios había recibido, determinó que ningún hombre ni mujer le viese el rostro mientras viviese».
El radicalismo de su testimonio
¿Exageración? Los santos representan siempre una provocación para el conformismo de nuestras costumbres, consideradas sabias sencillamente porque nos resultan cómodas. El radicalismo de su testimonio quiere ser una sacudida para nuestra pereza y una invitación al redescubrimiento de algún valor olvidado; el valor, por ejemplo, de la castidad como valeroso autocontrol de los instintos y gozosa experiencia de Dios, en la límpida transparencia del espíritu. ¿No es acaso ésta una lección de la máxima actualidad para los hombres de hoy?
La fascinación de María, Virgen Inmaculada
Santa Beatriz de Silva quiere decirnos todavía una última palabra esta mañana. Es quizá la palabra más importante, porque en ella está encerrado el secreto de su experiencia espiritual y el de su santidad.
Esta palabra es el nombre de María y más concretamente el de María Inmaculada. La blanca limpieza de la Virgen fue el ideal de su vida; lo subraya su primer biógrafo: «Se le fue acrecentando la gracia de una singular devoción a la Concepción sin mancilla de la Reina del Cielo, de la cual, desde que algo supo, fue entrañablemente devota». Aquella devoción la legó, como herencia significativa, a sus hijas espirituales, disponiendo que ella fuera la característica de la nueva Orden, «una Orden -y usamos ahora las expresiones de otro antiguo biógrafo suyo- en la que por deber, no menos que por significación de hábito y Regla, aprobada por la santa Iglesia de Roma, fuese esta Santísima Concepción de la Virgen gloriosa, honrada, afirmada y ensalzada con continuas alabanzas». De esta forma, no pocos siglos antes de la proclamación del dogma, y mientras todavía hervían las discusiones teológicas, la Inmaculada Concepción se manifestaba como fuerza viva en la historia de la salvación y en la vida de la Iglesia, suscitando una Orden contemplativa que se inspiraba en el níveo fulgor de la «Toda pura» y recibía de ella energías para una más generosa consagración a Cristo, en el cotidiano esfuerzo para no apartar nada de la dulce soberanía de su amor.
Mensaje válido para nosotros
Es éste un mensaje válido también para nosotros, artífices de un progreso que nos exalta y nos asusta al mismo tiempo por su intrínseca ambigüedad, dado que somos portadores de aspiraciones nobilísimas y al mismo tiempo estamos sometidos a humillantes debilidades; para nosotros, hombres modernos «atormentados entre la esperanza y la angustia» (Gaudium et spes, 4). ¿Cómo no sentir la fascinación de María, que «con su materna caridad se preocupa por los hermanos de su Hijo, que peregrinan aún y están puestos en medio de peligros y afanes» (Lumen Gentium, 62)? ¿Cómo no sentir la necesidad de extender a Ella nuestras manos, inciertas las más de las veces y titubeantes, a fin de que Ella nos afiance y nos conduzca por los caminos seguros que llevan a su Hijo?
Esta es la invitación que, como síntesis de toda su experiencia espiritual, nos dirige hoy Santa Beatriz de Silva: mirar a María Inmaculada, seguir su ejemplo, invocar su protección, porque en el providente designio de salvación «la Madre de Jesús... brilla en este mundo... ante el Pueblo de Dios peregrino, como signo de segura esperanza y de consuelo, hasta que llegue el día del Señor» (Lumen Gentium, 68).
¡Honor y gloria a Portugal, noble país de hidalga tradición de fidelidad a la Iglesia, hoy en fiesta con la fiesta de la Iglesia, al ser canonizada una hija suya, que es llamada y estímulo particular para los portugueses! A vosotros, amados hijos presentes, y en particular a los familiares de la nueva Santa, nuestro cordial saludo con deseos de todo bien, con la celeste protección de Santa Beatriz de Silva para el querido Portugal.
¡Honor y alabanza a España, que ha sabido cultivar y conservar con tanto esmero este nuevo brote de santidad! Él viene a acrecentar el rico patrimonio espiritual de esta Nación bendecida, que ha dado al mundo ejemplares tan eximios en el camino de la virtud, del seguimiento de Cristo, de fidelidad a la Iglesia.
Pueda el ejemplo de la nueva Santa suscitar, sobre todo en las jóvenes generaciones, una floración abundante de espiritualidad. Así lo pedimos a Santa Beatriz de Silva, mientras le suplicamos que proteja constantemente a España y a la Iglesia.
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